Hace unos tres mil doscientos años, cuando un grupo de nómadas se fue estableciendo en la montaña central de Canaán, ya había allí grandes ciudades habitadas, con su propia organización y con su política y religiosidad propias.
Los nuevos habitantes no trajeron consigo solamente un nombre nuevo para la divinidad, sino un estilo diferente de religiosidad y de comprender el conjunto de la vida. Es verdad que costó siglos la aceptación de esta novedad, y nunca se acabó de conseguir del todo.
Una de las diferencias fundamentales estaba en la forma de consultar a la divinidad. En los pueblos de Oriente, lo normal era acudir a magos, adivinos, agoreros, astrólogos, hechiceros, nigromantes… Pero el Dios del desierto no permite a su pueblo este tipo de consultas. ¿Cómo podrán, entonces, conocer la voluntad de Dios, cómo podrán conocer el camino adecuado para actuar en sus vidas según los planes del Todopoderoso que conduce el destino de los hombres? Él mismo hará surgir un tipo de personas: los profetas.