Todavía se puede visitar en el monasterio de santa Catalina, a los pies de la montaña llamada jebel Musa –monte de Moisés–, la zarza que habría visto Moisés arder sin consumirse.
Desde los orígenes de nuestra era, esta cima al sur del Sinaí fue identificada con el monte Sinaí, el monte sagrado de Moisés y el pueblo de Israel. Quizá era ya una montaña sagrada para las tribus madianitas, en cuyas tiendas el hijo adoptivo de la hija del faraón había encontrado refugio y se había casado.
Como sus antepasados, este hombre nacido y criado en Egipto se convierte en pastor; vuelve a los orígenes nómadas de su pueblo. Recorriendo las tierras de los madianitas con su rebaño, un signo llama su atención y se acerca. Será la montaña de la ley y la alianza; pero, por ahora, es solo una etapa para el ganado. Allí, en el corazón de su trabajo, cuando ha encontrado estabilidad después de su ajetreada vida en Egipto, Dios le sale al encuentro.
¿Qué tiene el desierto para que allí sea más fácil toparse con lo absoluto? ¿Qué tienen su vacío y su vida al límite para que se comprendan mejor las claves de lo humano? ¿Qué tiene su silencio que permite escuchar voces más allá de los propios pensamientos?