¿DE DÓNDE NOS VIENE EL PAN?

“¿No es este el hijo de José? ¿No conocemos a su madre y a sus parientes?” Todos los evangelios recuerdan este escándalo de los paisanos de Jesús que, en el fondo, es el escándalo del hombre ante un Dios demasiado cercano.

Creer en Dios no resulta fácil, especialmente en los tiempos que corren. Resulta aún más difícil aceptar sus mediaciones: santuarios, sacerdotes, normas, dogmas,… Pero, ¿cómo creer en un hombre? Esto parece ya imposible. O, tal vez, sea una imposibilidad que se ha hecho único camino posible de fe para una sociedad que dice solo creer en el hombre.

Cuando, entre nosotros, el hombre se hace más poderoso que Dios; cuando la religión va descendiendo en incidencia social. Quizá, entonces, se despejan nieblas para poder aceptar a Jesús.

Creer en un hombre que es Dios es solo posible como fruto de un milagro. Pero, después de haber acogido ese milagro, el hombre puede llegar a ver que esa fe le humaniza como ninguno de sus sueños, más allá de todas sus conquistas.

Si se nos acaba la inquietud, si desaparece el misterio, si la sorpresa ha desaparecido de nuestra religiosidad, es que hemos perdido el rostro de Jesús de nuestro horizonte creyente.

Quizá sea necesario que la humanidad sepa que creer en Jesús es un milagro, imposible para nuestra religiosidad a solas, para que se abra paso esa fe que vence toda paradoja y unifica todo lo diverso.

“¿Cómo puede este darnos a comer su pan? ¿Cómo dice que quien coma su pan no morirá para siempre?” La resurrección, si existe, ¿no será fruto de un acto misterioso de la misericordia de Dios en el futuro? ¿Cómo puede tener que ver con el pan, con la misa, con la Iglesia, con Jesús?

Sabíamos que la dieta era importante para nuestro bienestar físico, para nuestras fuerzas corporales, incluso para nuestro ánimo. Pero, ¿es también importante para nuestro futuro más allá de la muerte? ¿Qué clase de proteínas y vitaminas brotan del pan eucarístico para que puedan construir un cuerpo de eternidad?

¿También es importante lo que comemos para la religión, para el alma, para la vida, para el futuro?

La dificultad de creer en Jesús corre paralela a la dificultad en frecuentar su Pascua. Si la fe en este hombre venido de Dios es un milagro, también lo es que el hombre tenga hambre de su pan dominical. Un cristianismo desvirtuado en una religiosidad más o menos etérea o natural, o folklórica, es más fácil que un cristianismo eucarístico. Un cristianismo sin eucaristía, sin pan, sin carne, es posible sin milagro; pero, si es posible de esta manera, ¿no será falso? ¿No será a la medida de nuestras aspiraciones, no será creado por nosotros, alejado de la obediencia y de la verdad?

La clave de la fe está en acoger a Jesús como venido del Padre. Por eso, el impulso de la fe también viene del Padre. El Dios que nos envía a Jesús es el Dios que nos empuja para ir a Jesús, para creer en él. La fe es el encuentro de dos impulsos divinos en el encuentro de dos rostros: el de Jesús y el mío.

Ni Jesús es el protagonista del envío ni yo soy el protagonista de mi fe: lo es Dios, que nos conduce al uno hacia el otro para que puedan encontrar sentido nuestras vidas en el rostro del Hijo.

El milagro aún recorre los caminos de nuestra historia. Aún existen creyentes en un hombre que se dice venido de Dios y pan verdadero para alimentar nuestras inquietudes y nuestra sed de eternidad.

Dichosos los que buscan su rostro y tienen hambre de su pan: es el mismo Dios quien los empuja.

Manuel Pérez Tendero