En casa de Simón

Simón y Jesús, anfitrión e invitado. Están a la mesa. En el corazón de la comida, la conversación gira en torno a un ejemplo puesto por el invitado, una pequeña parábola: “Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?”

¿Cuál es el significado de esta parábola? Las parábolas, en principio, no fueron contadas para ser explicadas, sino para explicar una situación. Con la parábola, se busca la participación del oyente en la transmisión del mensaje. Simón tiene que responder a Jesús, y lo hace correctamente: se implica en la parábola y, con ello, sin darse cuenta, se está implicando en la situación real, forma parte del mensaje que va a recibir. Hablando de otros, Jesús está hablando de él y de Simón; gracias a la ficción, se está interpretando la vida, la situación concreta y paradójica que ambos están viviendo en torno a la mesa.

Simón es fariseo, buena persona, religioso, cumplidor. Nada nos invita a pensar que sea hipócrita, orgulloso o algo parecido. Jesús ha aceptado su hospitalidad. La pecadora, en cambio, es lo contrario: pecadora pública en la ciudad; nada nos dice el evangelista sobre su bondad u otras cualidades humanas: se la presenta, sin más, irrumpiendo en la casa de Simón, interrumpiendo la comida.

El contraste entre ambos personajes es solo la primera dimensión de la escena y su significado: Jesús se siente más acogido por la pecadora que por el anfitrión Simón. La dimensión más profunda está centrada en Jesús, personaje principal. La clave de todo está en la pregunta interior que se hace el fariseo: “Si este fuera profeta, sabría quién le está tocando”.

¿Es Jesús realmente profeta? ¿Conoce a las personas? Esta es la clave de la escena. Ahí radica la ironía: el evangelista nos está demostrando qué significa ser profeta para Jesús. Según Simón y su tradición farisea, el profeta conoce para separarse, para no mancharse: distinguir netamente entre el bien y el mal para poder cumplir los mandamientos de Dios.

Para el evangelista, Jesús es profeta porque conoce para acercarse: el profeta no es ya solamente aquel que juzga la historia desde la palabra de Dios, sino el rostro de la misericordia del Padre que se adelanta en el amor.

La experiencia del perdón y la capacidad de amar caminan íntimamente unidas. A quien mucho ama, mucho se le perdona, aunque sobreabunden sus pecados. Y, al revés, el que mucho perdón ha recibido, es capaz de mucho amor agradecido.

La pecadora no es mejor que Simón: es peor, pero ha amado más, ha sabido acoger la misericordia porque estaba más necesitada de ella. Simón, el justo, el fariseo, el esforzado, el que ha invitado al Maestro, tiene que aprender de la pecadora.

Jesús ha venido a que los últimos nos enseñen, a regalarnos esa “perspectiva invertida” que nos introduce en el misterio de Dios.

Al final de la escena, la mujer se va perdonada, en paz. ¿Qué pasó con Simón y con Jesús? El evangelista no nos lo dice, como tampoco nos dice lo que pasó con el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Simón somos nosotros, los lectores, los que queremos ser discípulos del Maestro y hemos de aprender su misterio de profeta. La parábola queda abierta a la vida del lector.

La escena de la comida en la casa de Simón se parece mucho a nuestras eucaristías: comenzamos con la pretensión de ser nosotros anfitriones del Maestro, creyentes dignos que invitan a comer a su Señor. Al final de la mesa, nos hemos convertido, de Simón, en pecadoras perdonadas: gracias a la fe, al reconocimiento de la propia indignidad y del amor gratuito que hemos recibido, nos hemos puesto de rodillas, hemos ungido con nuestras lágrimas la carne del profeta y podemos salir del banquete salvados y en paz.

Manuel Pérez Tendero