Espíritu de Clemencia.

“Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración, y volverán sus ojos hacia mí, al que traspasaron. Le harán duelo como de hijo único, lo llorarán como se llora al primogénito” (Zac 12,10).

Pentecostés también tiene que ver con la misericordia, con la gracia y el perdón.

El profeta Joel prometió un espíritu de profecía para “toda carne”, para todos los miembros del pueblo elegido. Es lo que san Lucas ve cumplido en el día de Pentecostés: todos los discípulos de Jesús quedan llenos de ese Espíritu prometido y comienzan a profetizar, a anunciar las maravillas de Dios realizadas en Cristo. El Espíritu Santo hace hablar a la Iglesia, es su impulso interior, su fuerza inagotable para la misión.

El profeta Zacarías prometió otro espíritu: un espíritu de misericordia. Ese espíritu desciende, en primer lugar, sobre la dinastía de David, es decir sobre el Mesías: Jesús de Nazaret, “hijo de David”, recibió en su carne el Espíritu de Dios y, por ello, realizó su misión de misericordia y fue levantado de entre los muertos. Jesús no fue solo profeta, sino rostro vivo de la misericordia de Dios, “pasó haciendo el bien” porque fue ungido por el Espíritu.

Pero este espíritu de gracia es también derramado “sobre todos los habitantes de Jerusalén”. Allí, en la ciudad santa, sucedió el milagro de Pentecostés; un milagro que se repite en cada nueva Jerusalén que es reunida en torno al Traspasado. El espíritu de clemencia es fruto de la muerte del primogénito: una muerte que es glorificación y vida. De la Pascua del Hijo del hombre brota la efusión definitiva del Espíritu de Dios.

La ciudad de los creyentes, la asamblea de los que miran al Traspasado, está habitada por un espíritu de clemencia. Es la gracia de Dios que los unge a todos con su perdón restaurador y la misericordia que se convierte en la clave de su actuar en medio del mundo.

La Iglesia, que ha recibido el Espíritu prometido, es pueblo agraciado y llamado a repartir gracia, pueblo perdonado que extiende el perdón. Cuando Jesús resucitado se aparece a los discípulos en el cenáculo, sopla sobre ellos el Espíritu y los envía para que perdonen los pecados en su nombre.

El viento que mueve la nave de la Iglesia por los mares del mundo es el Espíritu de clemencia. El aliento que recorre las venas de la comunidad cristiana y nos hace vivir es el Espíritu de gracia, la misericordia de Dios hecha vida.

La Iglesia no es solo pueblo profético que transmite la palabra de Dios, sino asamblea de misericordia que acoge las heridas de este mundo al que Dios ama. Y puede hacerlo porque ha acogido el Espíritu, tiene fuerza y ternura suficientes porque recibe el Aliento de Dios.

Zacarías prometió un espíritu de gracia y oración. No puede haber misericordia sin oración. No puede haber perdón sin la mirada de un Padre que nos ama a todos y nos hace hermanos.

Por desgracia, en la Iglesia se han opuesto a menudo estas dos dimensiones como “sensibilidades” excluyentes: la oración y la misericordia, la espiritualidad y el compromiso. Cuando no hay Espíritu, nada es compatible, todo se radicaliza y excluye otras realidades complementarias; nos empobrecemos y vemos al otro como enemigo.

En Pentecostés, la Iglesia primera recibió el espíritu de la misión cuando perseveraba en oración, unida, en torno a María. El Espíritu es la clave de toda nuestra espiritualidad y Pentecostés es el día del compromiso de todos, muy especialmente del laicado y del laicado asociado: la misericordia y la oración caminan de la mano y se enriquecen mutuamente, son fruto de un mismo Espíritu.

Es importante que dejemos de mirarnos a nosotros mismos: si miramos al Traspasado recibiremos el Espíritu de gracia y oración que restaurará nuestras heridas y nos convertirá en misioneros de misericordia.

Manuel Pérez Tendero