Hacia el Domingo…20 de febrero de 2022: «EL CONDE DE MONTECRISTO»

Hace unas semanas, en un programa de televisión con mucha audiencia, era entrevistado un escritor famoso que es todo un referente cultural en nuestro país. Sus respuestas eran interesantes y profundas. En un determinado momento, dijo que él aconsejaba ser ante los demás, no tanto un luchador cuerpo a cuerpo, sino un francotirador; cuando el enemigo acecha, es mejor esperar: tarde o temprano, la vida lo pone delante de tu objetivo y puedes dar el tiro de gracia; la paciencia para acabar con el enemigo en el momento oportuno, de forma infalible.

En la historia de Israel, un rey persiguió, aparentemente sin motivo, a uno de sus mejores soldados: Saúl, primer rey de Israel, persiguió a David. Parece que la envidia fue el motivo principal, el temor a que David le pudiera quitar el poder. David huyó por los desiertos. En un par de ocasiones, el destino puso a Saúl en sus manos. En una noche que Saúl dormía con su ejército, David se acercó y tomó la lanza y el botijo de la cabecera del rey, pero no lo mató.

Sus soldados le aconsejaban que se vengara de su enemigo: la vida lo había puesto en sus manos. Es más, ¿no sería el mismo Dios, que había elegido a David y había rechazado a Saúl como rey, quien ponía al enemigo en sus manos? ¿No sería cumplir la voluntad de Dios acabar con quien desea tu muerte y se opone a los planes de Dios? ¿No se trataba, en el fondo, de actuar en legítima defensa?

David tomó la lanza y el botijo para demostrar a Saúl que habría podido matarlo, pero no atentó contra él. David no se considera legitimado para tomarse la justicia por su mano, David no quiere adelantar los tiempos de Dios: si tiene que llegar a ser rey, no será a través de argucias y muerte, como tantas veces ha sucedido en la historia de la monarquía y de la política.

El mensaje bíblico no coincide con los consejos televisivos de nuestros hombres de cultura, no coincide tampoco con las prácticas habituales de nuestros gobernantes. Para llegar al poder no hay que acabar con el otro.

En una de las versiones cinematográficas del Conde de Montecristo, es también este el mensaje de fondo: «Dios me hará justicia». Los deseos de venganza son los que mantienen vivo a Edmundo Dantés, que ha sido traicionado por sus propios amigos. Elabora un plan de venganza lenta y profunda sobre cada uno de sus enemigos; pero, al final de la película, dejará la venganza en manos de Dios, como David.

Muchos siglos después de las andanzas del futuro rey David, un descendiente suyo, aspirante a Mesías, convertirá la actitud del antiguo rey en enseñanza clave de su mensaje: el perdón, el amor a los enemigos, la misericordia.

Actuando desde el perdón, dice el hijo de David, es la única manera en que podemos cambiar el mundo y el corazón de los demás; es la forma de introducir una novedad en las relaciones humanas. Si vivimos en la dinámica del intercambio, del pago, del «do ut des», del precio, ¿qué gracia tenemos? ¿En qué somos originales? El mundo necesita novedad, frescura, caminos de futuro: la única forma de abrirlos es superar la dinámica de la venganza.

La causa profunda por la que Jesús pide a sus discípulos que actúen así es su condición existencial de hijos de Dios. Hacemos lo que somos. Por ello, si los que nos odian marcan nuestro comportamiento, si son ellos los que configuran nuestra respuesta, no estamos siendo libres, están venciendo, aunque acabemos humillándolos o victoriosos sobre ellos. Al final, hemos entrado en su juego. La única forma de vencer al enemigo y sus maquinaciones es no responder a sus violencias.

Lo que define el comportamiento del discípulo no es el amor o el odio de los demás, sino su condición de hijo de Dios. Porque Dios nos ama, porque hemos sido cridados y educados en su presencia, podemos amar a todos; nuestro comportamiento refleja nuestra condición.

Somos, radicalmente, hijos de Dios, no enemigos de los que no nos quieren. La misericordia es el acto más liberador del ser humano.

Manuel Pérez Tendero