La sabiduría del bolsillo

El domingo pasado éramos invitados a leer el capítulo quince del evangelio según san Lucas, con sus tres preciosas parábolas de la misericordia. Este domingo y el próximo, la liturgia nos presenta el capítulo siguiente del evangelio, el dieciséis, en el que se recogen un conjunto de sentencias de Jesús y un par de parábolas sobre la relación del hombre con el dinero.

Ya en el Antiguo Testamento, los sabios habían reflexionado sobre el sentido y los peligros de las riquezas. Una de las dimensiones fundamentales en la educación de los alumnos era la libertad frente al dinero. No sé si en nuestras escuelas –estamos a principio de curso– se educa también en un recto uso de los bienes y la primacía de la persona sobre todas las riquezas.

Pero no es solo el ámbito sapiencial el que se ocupa del tema: el mismo Moisés, la tradición legislativa de Israel, también ofrece leyes sobre la relación con las riquezas y, sobre todo, la relación con los demás en los temas de la economía. El mandamiento más conocido es el que forma parte de la segunda tabla del Decálogo: “No robarás”; pero existen muchas otras leyes sobre cuestiones económicas.

La mayoría de estas leyes, y también los consejos de los sabios, van encaminadas en una doble dirección: la protección de los más débiles y la libertad de la persona frente a los bienes acumulados.

Frente a lo que muchos puedan pensar, la riqueza no es anatematizada en el Antiguo Testamento; más bien, se convierte en un signo de la bendición de Dios hacia las personas que lo temen. Podemos poner el ejemplo de los patriarcas o la historia del justo Job.

Pero estas riquezas, que son un bien y llegan cuando las cosas se hacen correctamente, pueden convertirse en una trampa para quien las posee. Puede haber un desajuste entre el tener y la capacidad de administrar, entre las cosas y la persona. “Aunque crezcan vuestras riquezas, no les deis el corazón” aconseja un Salmo. Difícil consejo, propio de personas esforzadas y libres, con experiencia y voluntad.

La religión, por tanto, tiene que ver con el bolsillo; tiene que ver con todas las dimensiones de la persona; al menos, la religión bíblica. Las riquezas y los bienes son un medio para lo más importante: la construcción de la persona y el amor a los demás. Cuando el medio se convierte en fin, cuando cambiamos la jerarquía de los valores y la persona es colocada por detrás de los bienes, tergiversamos nuestra propia humanidad y, a pesar de los engaños del bienestar primero, acabamos por perder el rumbo de la felicidad.

Jesús de Nazaret ha venido a desvelar el rostro más genuino del hombre, en continuidad con la religión de los padres; por eso, también habla de las riquezas, también educa a sus discípulos en la libertad frente a los bienes. De alguna manera, el Maestro de Nazaret radicaliza las enseñanzas de los sabios antiguos y llega a llamar dichosos, los primeros, a los pobres.

¿Quién ha descubierto esa dicha? ¿Hemos experimentado la felicidad cuando nos desprendíamos de algún bien? ¿Nos hemos sabido felices, más allá del disgusto momentáneo, cuando hemos perdido algo y nos hemos quedado con menos? Esta es la sabiduría del creyente, que no es evidente ni fácil de construir.

En estos tiempos nuestros que nos ha tocado vivir, esta sabiduría frene al dinero es más necesaria que nunca. Hay muchos que se escandalizan por la injusticia de los demás; pero, a menudo, hacen lo mismo en su vida cotidiana. Hay muchos, también, que utilizan de forma hipócrita este tema para acusar a los demás.

Son importantes las leyes, es necesario recuperar la justicia; pero, ¿quién está educando personas en esta dimensión? No es suficiente con perseguir a los infractores si nuestra sociedad está montada para fomentar el culto a las riquezas.

Que el Evangelio, al menos, siga siendo fuente de sabiduría y libertad.

Manuel Pérez Tendero