Nos regalaste la vida

Solo dista cuatro kilómetros de Jerusalén, pero hay que dar un gran rodeo para llegar hoy a Betania, debido al muro de separación entre judíos y palestinos que se está construyendo desde los comienzos de este milenio.

Desde Jericó a Jerusalén, la última etapa de Jesús de Nazaret hacia la Pascua pasa por esta ciudad. En ella dormía, según los evangelios, en los últimos días de su actividad antes de ser apresado y ajusticiado.

Allí tenía amigos. Sabemos de un tal Simón el leproso, en cuya casa habría comido Jesús; pero conocemos, sobre todo, a la familia de Lázaro y sus hermanas, Marta y María: los grandes amigos del Galileo.

La tradición cristiana no ha recordado las casas de estos amigos, pero sí el lugar del sepulcro de uno de ellos, Lázaro. Unos días antes de Pascua, Jesús pasó por allí y sacó del sepulcro a este amigo que llevaba ya cuatro días enterrado.

Desde el siglo cuarto, una iglesia fue construida allí para recordar el milagro. Con las invasiones sucesivas de uno y otro signo, todo el complejo quedó en ruinas. Actualmente, se puede visitar una pequeña iglesia, construida en los años cincuenta del siglo pasado, con forma de cruz griega. Allí celebra su Eucaristía, cada domingo, la pequeña comunidad cristiana que aún pervive desde los primeros siglos.

La iglesia intenta representar un panteón, una tumba. Pero, en la parte superior, tiene la belleza y el colorido del mosaico, representando los acontecimientos de la vida de Jesús que sucedieron en Betania: la acogida por parte de Marta, la comida en casa de Simón, la unción de María, la resurrección de Lázaro. Una tumba llena de presencia, un lugar para morir que ha sido visitado por la belleza de aquel que es la Vida.

La cúpula, por otro lado –en una lejana reminiscencia del panteón de Roma y, más cercano, de la capilla de la Ascensión en el monte de los Olivos– está abierta en la parte superior, con un óculo por el que entra la luz y que nos lleva a pensar en un sepulcro abierto hacia arriba: la muerte no es lugar definitivo y cerrado, sino paso transitorio hacia la luz, hacia el cielo, hacia la vida nueva.

Jesús, caminando hacia Jerusalén, hacia su entrega, hacia su muerte, pasa sembrando vida entre sus amigos. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” había dicho poco antes.

Porque nos da toda su vida, el Hijo de Dios se queda sin ella, muere porque lo entrega todo. San Juan nos dice que, al morir, Jesús entregó su espíritu, su respiración, su aliento. Entregó ese Espíritu que lo hacía respirar como Hijo en su camino humano. Tuvo que morir para entregarnos ese Espíritu y hacer posible que nosotros respiremos como él, con el aliento de Dios.

Esto es la salvación, este es el sentido de la encarnación, este es el misterio de la muerte del Hijo de Dios. Este es el significado profundo del milagro de la resurrección de Lázaro. La resurrección no es una esperanza incierta que aplazamos al futuro, sino la presencia de la Vida hecha carne: “Yo soy la resurrección y la vida” le dice Jesús a Marta, la hermana del muerto. La vida llega con él, con su toque, con su voz, con su carne y su palabra.

Llorando, con lágrimas que derraman de su cuerpo el afecto de Dios humanado, Jesús se acerca a la tumba de su amigo. Allí, ante la losa, grita con voz potente: “¡Lázaro, sal fuera!”

Este grito nos recuerda a la llamada de Dios a Abraham: “¡Sal de tu tierra!” También, a la salida de los israelitas de Egipto hacia la tierra de la libertad. Lázaro, como Abraham, obedece y sale, llamado por la voz creadora y renovadora del que es la Palabra. La resurrección es un acto de obediencia a la Palabra, de igual forma que la creación fue un acto de obediencia del ser a Dios en los inicios de la historia.

Desde nuestras tumbas y destierros seguimos a la escucha: la Vida nos visita y nos llama; estamos atentos, como Lázaro, para responder y vivir.

Manuel Pérez Tendero