¿Tiene límite la misericordia?

Otra parábola que tiene como protagonista a un hombre rico. No tiene nombre, aunque la tradición le ha llamado Epulón. Es lo normal en las parábolas: su carácter anónimo. Lo extraño en este caso es que tenga nombre el personaje secundario: Lázaro.

Como en tantos otros casos, tenemos un problema con las parábolas: creemos entenderlas, no nos llaman la atención, pensamos que ya sabemos su mensaje; nos pueden gustar más o menos, pero las tratamos con la misma indiferencia petulante de quien cree conocer lo que escucha.

El rico de la parábola, después de morir, puede aún ver. Y puede ver el seno de Abraham; allí reconoce a Lázaro y ve su dicha desde su propio sufrimiento. El rico llama a Abraham, se dirige a él como padre. Más tarde, Abraham se dirigirá a él como “hijo”. Este hombre tiene cinco hermanos que viven en la casa de su padre. La parábola nos recuerda mucho a la del hijo pródigo, que está un capítulo más atrás.

Es más, el rico pide explícitamente misericordia a su padre, a Abraham: “¡Ten compasión de mí, padre!” ¿Quién de nosotros no respondería a un hijo nuestro, en cualquier condición, ante estas palabras? El mismo Jesús de Nazaret, a quien conocemos bien por su mensaje y que acaba de hablarnos de un padre misericordioso que todo lo perdona, ¿cómo puede contarnos ahora esta parábola contra la misericordia?

Algunos expertos podrían decirnos que la misericordia de Dios tiene un límite: la muerte. Este es el tiempo de la misericordia, más allá de esta vida, ya no hay posibilidad de perdón. No creo que este sea el sentido pretendido por Jesús en la parábola.

El rico, en el momento principal del relato, se nos aparece como más condescendiente que Abraham: si no puede ser salvado él, al menos que sea enviado Lázaro para salvar a sus hermanos, que aún viven. Pero Abraham tampoco responde a esta petición: ya tienen las Escrituras, la Ley y los Profetas, es suficiente con ello. En la Biblia parece estar la voz definitiva de Dios y encerrarse toda posibilidad de misericordia.

Cuando Jesús acaba la parábola, no tenemos ningún comentario, ninguna respuesta; como tampoco hemos visto ninguna introducción que nos ayude a entender el sentido. Sí sabemos que Jesús se dirige a los fariseos, “que son amigos del dinero y se burlaban de Jesús”.

La parábola es dura. Lo fue para sus oyentes. Lo es, ante todo, para nosotros, los lectores creyentes. Lo es más en este Jubileo de la misericordia. ¿Cómo interpretarla?

Como parábola, no como explicación del futuro. Como llamada de atención apasionada, no como reflexión sosegada sobre el juicio final o la moral cristiana. La parábola nos deja perplejos, nos interroga: esa es su intención. Somos incapaces de explicarla del todo de forma satisfactoria, de quedarnos tranquilos a fuerza de matices y conceptos sutiles.

A Jesús no le importa caer en una aparente contradicción con la parábola del padre misericordioso. Es una contradicción la misma parábola del rico Epulón: si no existe más palabra y llamada que la Ley y los profetas, ¿qué hace Jesús pronunciando esta parábola? Si la misericordia de Dios se encierra en la capacidad de las Escrituras para convencernos y convertirnos, ¿a qué ha venido Jesús? ¿Por qué nos habla de forma nueva y nos interpela?

Seguramente hemos de esforzarnos, no tanto en explicar las parábolas, sino en escucharlas en toda su novedad. No tenemos que temer lo que no entendemos; no tenemos que buscar una respuesta rápida a nuestros interrogantes: en las preguntas sin responder, probablemente, está la posibilidad para acceder a los misterios del Reino.

Descubrir la novedad del Evangelio, su frescura, sus interrogantes: no es solo asignatura pendiente para los fariseos, sino para los cristianos más cercanos y los discípulos mejor formados.

Manuel Pérez Tendero