Renace la Alegría

“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades (Evangelii Gaudium, n. 49).  El caso del virus del ébola nos ha dejado claro en estos meses que, al menos en el pasado, la Iglesia española ha sido terreno abonado para la salida, para el compromiso, para el riesgo de unos creyentes que lo han dejado todo para servir a los últimos. Y asumieron riesgos. El riesgo de este virus al que todos tememos, pero el riesgo aún mayor de las guerras, el hambre, las miles de enfermedades cotidianas que por allí matan a mucha más gente que este virus del que todos hablamos ahora.

En África, muere mucha más gente de hambre y por otras muchas causas que por este virus. Pero eso nos preocupa menos: no se contagia; al menos, eso parece. Me contaron una vez una anécdota que me estremeció: en el año 36, en un pueblo de Ciudad Real, decía una mujer: “Si matan, que maten: no pasando ná…” Cuando nos toca a nosotros, entonces nos preocupa un problema.

Esta es la grandeza de algunas personas y de algunos pueblos: les preocupan los demás, sus sufrimientos, sus muertes, sus guerras. Sabiendo que la solución no está seguramente en sus manos, no se quedan parados: actúan desde los propios límites, y no temen “mancharse, accidentarse” –como dice el papa– por salir a ayudar.

España ha manifestado esta grandeza de miras a lo largo de su historia: estamos viendo sus frutos en tantos misioneros, y personas solidarias, que salen de casa para vivir la intemperie del sufrimiento del otro. Pero, a veces, pienso que estamos viviendo el final de una etapa. Los misioneros, al menos, son en su mayoría personas mayores, que marcharon hace muchos años, y no siempre encuentran repuesto a sus tareas, continuidad a su entrega.

A veces, me pregunto si la sociedad española de ahora está también siendo tierra fértil para el surgimiento de vocaciones misioneras que dignifiquen nuestra cultura con su heroísmo cotidiano.

Disminuyen las vocaciones al sacerdocio y disminuyen también las vocaciones misioneras. ¿Será esta disminución síntoma de algo? ¿Tal vez ha disminuido la fe entre nosotros más de lo que nos pensamos? ¿Tal vez, en muchos casos, la fe se ha transformado en devoción particular apta para personas que no se entregan?

¿Tal vez ha aumentado el deseo de bienestar propio y, con ello, ha disminuido entre nosotros la preocupación por el malestar de tantos otros?

Creo que estamos en un momento de profunda crisis de solidaridad en nuestra sociedad, de profunda crisis de valores y virtudes, de profunda crisis de fe, de profunda crisis de identidad, de relación con nuestro pasado y, por ello, de perspectiva hacia nuestro futuro.

Como toda crisis, la situación se inclinará según nuestra libertad, nuestro sentir colectivo. En ello, influirán nuestros dirigentes, mucho. Influirá también la altura moral de nuestros medios de comunicación. Influirán, sobre todo, las personas que no se quejan y empiezan por ellas mismas a cambiar el mundo. Influirá nuestra Iglesia, la fuerza de nuestras parroquias para ser misioneras, para mirar más allá; el empuje y la constancia de la fe de los creyentes para que nuestro día, el domingo, sea siempre misionero, generador de entrega, de mirada desde el amor.

La alegría no va a renacer para nuestra sociedad desde la huída de los problemas, intentando que no nos toquen los problemas de los demás. La alegría renacerá en África –lo está haciendo ya–, renacerá entre los pobres, entre los que confían, entre aquellos para quienes lo primero no es el bienestar, sino la persona.

Ojalá que también renazca la alegría en nuestra vieja España, tan ambigua, tan capaz de todo.

Manuel Pérez Tendero