Muchos jóvenes –sobre todo los que quieren y pueden permitirse estudiar una carrera universitaria- se preguntan: ¿Qué estudio? ¿Algo que me guste o algo que tenga salida?
En principio, lo más idóneo es decantarse por algo que te guste. El riesgo está en que no es lo mismo estudiar una carrera que luego dedicarse profesionalmente a ella.
Por eso es importante descubrir la vocación. A veces es mejor partir del planteamiento de para qué sirvo que de la base de lo que me gusta.
En algunas ocasiones nuestros gustos no se corresponden con nuestros valores y, precisamente, son los valores los que nos mueven, los pilares que fundamentan nuestras decisiones.
Una profesión que implique ayudar de alguna forma a los demás siempre va a ser más gratificante que una que, simplemente, busque la rentabilidad.
Por supuesto, todas las ocupaciones honradas son necesarias y el desempeño de nuestras funciones también adquiere sentido en cómo lo hacemos. Nuestro trabajo no solo tiene que darnos de comer, también tiene que alimentarnos como personas.
Es curioso, pero las personas que empiezan desde cero son, al final, las que llegan más lejos porque se ponen en marcha; porque no lo han tenido fácil y saben lo que cuesta; porque han sido valientes y han apostado por lo que les apasiona y porque, en el fondo, es para lo que valen.
Pero para descubrir eso que nos hace únicos a cada uno de nosotros, para lo que hemos venido a este mundo, primero hay que encontrarse con Jesucristo.
Es muy probable que muchos ‘obreros’ no estén donde deberían estar porque no conocen su verdadera vocación, la que nos viene del Padre.
Qué buen ejemplo tenemos en María, la Madre de Jesús, que vivió humildemente y no dudó en responder a la llamada del Altísimo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1, 46-48).