Hablar sobre la fe a los demás no basta porque la fe no se puede explicar. Es tan grande que nos sobrepasa, queremos contagiarla pero a veces no podemos porque quien tenemos enfrente aún no ha vivido ese toque que te cambia la vida… y, ¿entonces? ¿Qué haces? Pues, rezar. Orar por esas personas que no han recibido la gracia del Espíritu Santo. Y también, vivirla. Vivir la fe con el convencimiento de que lo que nos ocurre va siempre más lejos de lo que el limitado entendimiento humano puede alcanzar.
Es difícil. A veces nos gustaría tirar la toalla y retroceder en ese camino en el que siempre nos acompaña Él pero que supone renuncias y más de un quebradero de cabeza. ¿Merece la pena seguir adelante? Por supuesto. Porque en el mismo instante en el que te planteas esa pregunta miras hacia atrás y piensas: por este sendero me ha traído Alguien que sabe muy bien lo que hace.
¿Por qué tenemos fe? La respuesta podría ser que “el viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3:8). Hay que “nacer de nuevo” para poder seguir a Jesucristo, para ponerte en sus manos y dejarte hacer por Él.
Algo en tu interior te dice que tu labor principal es estar alerta. Siempre pendiente de ese Viento que, sin verlo, te empuja; que al acogerlo eres consciente de que te guía donde el Señor quiere, porque sabes que sin Él pierdes el rumbo.
Jesucristo, el principal obrero de la Historia de la Salvación, te pide que le acompañes en esta faena –cada vez más complicada- de transformar la sociedad… pero no a lo grande sino paso a paso y a través de pequeños gestos y acciones que pueden encender la llama en otros.
Falta esperanza fruto del Espíritu en este mundo. Vivimos en una sociedad en la que todo va demasiado deprisa pero nuestros tiempos no son los de Dios. Él lo hace todo a fuego lento, por eso, el Viento sopla cuando tiene que soplar. Ni antes ni después.
Equipo de Pastoral Obrera