I
Hombre, ¿A qué le tienes miedo? Eres el rey de la creación y te aturdes en medio del nido de la vorágine, de la codicia y de la ambición.
¿Aún no te has dado cuenta de que es en el silencio de tu interior donde nacen todos esos susurros suaves que buscas fuera? ¿De que, a Dios, hay que buscarlo en la suavidad de la brisa?
Busca dentro de ti y llámalo, quedito. Él es suave y no está en el estruendo. Tienes un hambre y una sed que tú no sabes saciar; y los demás no te la saciarán tampoco, porque esa, la saciará sólo Aquel que la puso dentro de ti, y tú debes saber que ahí donde está esa sed, no has dejado entrar a nadie: ella necesita del que te la creó.
Búscalo dentro de ti, sin ruido, en el silencio de tu cuarto o en el de un templo, en esa plegaria que se quiere escapar de tus labios y, a veces, cuando va a brotar de tu corazón, la ahogas y no la dejas salir porque te niegas a querer creer que Dios existe.
¡Si vieras qué fácil es dejarse ganar por esa suavidad que Dios da al corazón, dejarla entrar y hallar la paz dentro de ti mismo!
¡Atiende!
No busques en el ruido para saciar tu inquietud. En Dios se halla la paz: ve a Él. Si aún no lo conoces, díselo con esas palabras que te salgan del corazón. ¡Ya verás lo suave que le es a ese interior tuyo!
Él existe y tú bien sabes que dentro de ti hay un lugar que no dices a nadie pero que está y te da una desazón que no sabes cómo llenar. Ese lugar que le hurtas a Él es sólo para Él y, convéncete: nadie más que Él podrá jamás saciar tu sed.
Ese es el pequeño hueco en tu vida, que el Gran Arquitecto se reservó para sí.
El día que lo dejes entrar en él, hallarás la felicidad.
II
Acaso dirás tú también aquello de “¡Noche, calla!”, sin darte cuenta de que la noche es silenciosa y el ruido está dentro de ti y a ti mismo se te olvida que puedes oír.
Escucha el silencio. Dios habla en él, y en él, da esa paz que tú alejas de ti, y luego buscas lejos, y te inquietas porque no la hallas.
Se cuenta del cosmonauta ruso Yuri Gagarin que, cuando visitó al papa Juan Pablo II, le dijo que había estado en el cielo y por allí no había visto a Dios.
¿Qué esperaba?, ¿Que apareciera por allí sólo para él, que no quería nada con Él?
Tal vez Dios pensó que quien no tiene hambre, no necesita comida y como no le llamó él, no fue.
Si buscas ese algo que no encuentras, esa especie de hambre interior que nadie te ha saciado, ¡Llama a Dios, no te rindas, no dejes de buscarlo! ¡Mira la naturaleza, ella grita que existe!
En la presencia y amor de los demás en tu vida.
¿Te has preguntado alguna vez por qué tu cuerpo es una obra tan perfecta? Y ¿Has imaginado cómo es posible que esa perfección se haya podido formar solo dentro de otro cuerpo?
Solo Alguien como el Todopoderoso, al que no quieres acudir, es capaz de hacerlo. Nadie, sino Él, hizo que las flores se renovaran solas y dieran sus semillas tras la floración.
Si tú le buscas para tu vida, Dios acudirá, pero no olvides que, además de necesitarlo, has sido llamado porque Él respeta siempre tu libertad.
III
¿Has pensado alguna vez que tienes un padre al que casi nunca nombras?
¿A quién casi nunca llamas “padre”? ¿A quién casi nunca sientes como tal?
Pues piénsalo, porque así es.
Él está ahí. Te ama tanto que sigue tus pasos, te cuida y protege, y en el extremo respeto a tu libertad, esa que Él mismo te dio cuando te creó, solo espera de ti que te acuerdes de Él, que vayas a Él, que te refugies en Él cuando tengas miedo. Cuando la vida te hiera. Cuando te sientas como perdido; cuando sientas que tu horizonte se achica y no sepas qué hacer.
Invócalo, llámale Padre, porque además de ser tu Dios, quiere ser tu Padre, ayudarte, como hacen los padres con sus hijos.
Mira lo que me ocurrió a mí.
Una noche, cuando me iba a dormir, de pronto ante mí cayó una oscuridad negra y fría y esa misma se instaló dentro de mí. Era como un muro negro, muy negro.
No suelo tener miedo. Pero eso, desconocido para mí, me produjo un miedo atroz.
Llegué a mi cuarto con tanto miedo que en ese momento llamé a Dios, haciéndole una pequeña oración, nacida del miedo y del fondo de mi corazón, buscando un refugio.
Llamé a Dios así:
“¡Dios y Padre mío! Tú que eres mi Dios y mi Padre, cuídame y protégeme, cógeme en tus brazos y méceme en ellos, porque tengo mucho miedo; porque me siento como un niño perdido; guárdame Tú.”
Solo así de pequeña fue mi oración.
Me acosté, y al poco tiempo, siento dentro de mí una alegría y un gozo desconocidos para mí. Era la felicidad más preciosa que jamás había sentido; no sabía que se podía ser tan feliz. Es una felicidad indecible; que no se puede explicar; no la hay igual.
Entendí que era esa la respuesta a mi pequeña oración de hacía diez minutos antes.
Aquella noche aprendí a ponerme en los brazos de Dios.
Cada día, cuando me voy a dormir, he aprendido a pedirle que me acoja en ellos.
Aprendí a acudir a Él, poniendo un poco de amor por mi parte cuando le invoco; ese amor que brota de dentro de uno y que te hace sentir feliz al entregarlo.
Aprendí también que Dios me esperaba en los últimos momentos del día, y yo no me daba cuenta de que me amaba tanto, que había venido a mí, como un mendigo a pedirme el último instante del día, cuando Él me había dado sus 24 horas a mí.
Ahora le puedo llamar Padre y sentirlo así, como Padre, y llamarlo Padre y amarlo como tal, y hasta emocionarme cuando se lo llamo.
Si lo llamamos, responde, pero espera que se le llame, porque Él respeta nuestra libertad de hacerlo o no. Pues al ser obra de sus manos, espera algo de nosotros. Un pensamiento, un poquito de amor hacia Él en el fondo de nuestro corazón.
Piénsalo.
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Nota: He transcrito así fielmente, la carta que me transmitió la amiga Mari Luz M. hace unos días, sin que ella mostrara el mínimo interés en “colgarla” en la web de la parroquia. Pero creo que es tan sencillo su lenguaje y tan íntimo que valía la pena hacerlo. Espero que, cómo todo Testimonio, os haya servido. El título y la imagen las puse yo. Todo lo demás es suyo.
Vicente R. B.