Siete nombres: Tiberio, Poncio Pilato, Herodes, Felipe, Lisanio, Anás y Caifás. Unidos a sus respectivos títulos de autoridad sobre los territorios gobernados, estos personajes sirven al evangelista san Lucas para situar el comienzo de la vida pública de Jesús en el corazón de la historia de la humanidad.
Desde el más lejano y poderoso, el César de Roma, hasta los más cercanos y con un poder más limitado: los sumos sacerdotes. En este sucederse de nombres poderosos, la Palabra de Dios viene… sobre Juan, un nuevo personaje. Él no pertenece a ningún ámbito de poder: ni político ni religioso, ni lejano ni cercano. Pero es él el elegido por Dios para ser profeta de su palabra, para preparar al pueblo para los tiempos finales. Y lo hace en el desierto, lejos de la ciudad, en la soledad y el silencio de parajes inhóspitos.
Dios viene –recordamos en este Adviento– llega el fin de la historia, la victoria definitiva del bien se va acercando. Para preparar la meta de los tiempos, Dios envía mensajeros que ayuden al pueblo a disponerse y colaborar en esta irrupción del Reino de la justicia.
Estos mensajeros no son el emperador Tiberio, ni los reyes vasallos de los territorios de Oriente, tampoco los sacerdotes jefes, sino un desconocido que vive en la soledad de la estepa, con la austeridad de quien no tiene nada que perder.
Como dirían Platón y los autores de los libros sapienciales de la Biblia, es muy importante para el pueblo la bondad de sus gobernantes, su justicia y sabiduría; lo comprobamos cada día en nuestro mundo. Pero no será de ahí –dice san Lucas– de donde vendrán la justicia definitiva y el Reino de Dios. No es en los despachos de los poderosos ni en su capacidad de poder donde se gesta el mundo nuevo.
Juan es signo de las personas sencillas, cotidianas, anónimas: entre ellas están los candidatos a verdaderos profetas. ¿Su fuerza? La Palabra de Dios. Una palabra que no promete realizar los deseos de la masa sino, al contrario, llama al pueblo a la conversión; no busca la propia afirmación frente a la humillación del otro, sino el perdón de los pecados. ¡Qué lejos está el profeta del demagogo!
El no-poderoso Juan, además, se va a preparar ese mundo nuevo de la justicia al desierto, un lugar solitario, tan anónimo como él. No es en el bullicio de la ciudad, en la omnipresencia de los medios, en la fama entre la masa, donde se gesta la libertad que hace posible la humanización de la sociedad.
El Adviento, el tiempo de la esperanza, es una llamada al desierto. ¿Es esto solo un símbolo pasado y poético para adornar nuestros discursos? ¿O es una llamada real y presente a buscar desierto también en nuestras vidas para hacer posible el Adviento?
No es Tiberio el personaje a quien debemos unirnos y cuyos discursos debemos escuchar. Tampoco Herodes, ni Caifás. Es Juan, una voz potente y convencida que apenas puede oírse porque es pronunciada en el desierto. Quizá sea necesario apagar muchos aparatos para poder escuchar esa voz nueva que sabe a profeta.
Muchos, cambian la frecuencia para intentar oír el Adviento; pero, tal vez, sea necesario, apagar sencillamente toda conexión con el bullicio y atrevernos a adentrarnos en el silencio del desierto: solo allí podemos preparar el camino del Señor; solo allí podemos allanar nuestras subidas orgullosas y nuestros valles de cansancio; solo allí podemos enderezar las tortuosas curvas de nuestros caminos errados; solo allí podemos reposar el corazón para poder escuchar sus latidos más profundos y dejar tiempo para mirar nuestras vidas con libertad y discernimiento.
Solo allí es posible encontrarse con el otro y sus sufrimientos.
Solo allí es posible construir la justicia definitiva. Solo allí se gesta la esperanza que nunca defrauda.
Manuel Pérez Tendero