La puerta del Perdón de la catedral de Ciudad Real es uno de los elementos más antiguos de esa iglesia. Pocas veces podemos verla abierta. No es puerta habitual, está reservada para tiempos especiales. Ayer, con su apertura, se inauguraba en nuestra diócesis el Año de la Misericordia.
Con el obispo a la cabeza, una larga procesión de sacerdotes y fieles se dirigió a esta puerta para abrirla con todo su empuje. Es la Iglesia entera la que quiere abrir la puerta del Perdón. La fuerza del pueblo de Dios unido puede abrir muchas puertas en el corazón de nuestra ciudad y nuestra sociedad.
La Iglesia quiere abrir en este Jubileo, ante todo, sus propias puertas, simbolizadas en la bella puerta gótica de los pies de nuestra catedral.
Abrir las puertas a Cristo peregrino que, como rostro de la misericordia del Padre, está “cubierto de rocío” llamando fuerte en la noche de nuestra indiferencia. No podemos responder, como en el romance, “mañana le abriremos… para lo mismo responder mañana”. Jubileo significa que llega un “hoy”, frente a tantas excusas, para dar pasos valientes en hacer carne todo lo que creemos. “Se ha cumplido el tiempo” fueron las primeras palabras del ministerio público de Jesús. “Ha llegado la hora”.
Jesús de Nazaret quiere estar más en su Iglesia, quiere impregnar más el estilo de sus discípulos, de las asambleas, el culto, las reuniones, la caridad.
Gracias a esta presencia mayor del Dueño en el interior de su casa, la Iglesia podrá abrir sus puertas también a los pecadores y olvidados de este mundo, aquellos a lo que fue enviado de forma privilegiada el médico divino. El papa Francisco insiste mucho en la necesidad de una Iglesia “de puertas abiertas” –hasta físicamente– para que todos puedan encontrar en ella refugio y sanación; como las puertas abiertas del hogar del hijo pródigo, con el Padre que sale para adelantar la reconciliación.
Para abrir estas puertas, el papa nos invita en la Bula de convocatoria del Jubileo a “abrir nuestros ojos para mirar las miserias del mundo”. Debemos “realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales”. Los ojos y el corazón –junto con los oídos que escuchan los gritos de los que sufren– son nuestras puertas abiertas al mundo, al próximo, al que pasa a nuestro lado.
Es lo que hizo el samaritano de la parábola. El levita y el sacerdote habían pasado de largo ante el caminante herido. La ley y el culto, por sí mismos, no sirven de nada: solo sana la misericordia. La ética y la religión no sirven si están vacías de personas implicadas en el amor, si están vacías de Dios. Él no se hizo “religión”, ni “ley”, ni “ideología”, se hizo carne nuestra capaz de ternura, se hizo caminante para pasar al lado de nuestros sufrimientos. En el límite de su carne que se estremece está la esperanza de nuestra sanación.
Con Jesús, con la inmensa fuerza de su compasión, estamos llamados también nosotros a contemplar el misterio de la misericordia, a vivir su verdad en la cercanía a los demás.
Quizá el signo más claro de este camino al que el papa nos invita esté en el perdón. Si hemos abierto la puerta del Perdón, físicamente, en la catedral, estamos llamados a abrir las puertas del perdón en nuestra existencia cotidiana. Un perdón en doble dirección: ser perdonados y perdonar, como pedimos en la oración que también Jesús nos enseñó.
Acercarse a recibir el perdón de Dios, recibir la gracia de la reconciliación, será uno de los mejores frutos de este Año Jubilar. Junto a ese perdón recibido, hacer el esfuerzo por perdonar a alguien será un ejercicio de misericordia por excelencia. Entonces, perdonados y perdonadores, el Jubileo no habrá sido en vano y el signo de la puerta abierta de la catedral no quedará vacío en la historia de nuestra religiosidad.
Manuel Pérez Tendero