La frase más conocida del tiempo de Navidad tiene un trasfondo fundamentalmente político: “La virgen está encinta y dará a luz un hijo al que pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros”.
Estamos en el siglo VIII antes de Cristo, en la ciudad de Jerusalén. Dos reinos vecinos, Israel y Siria, han sitiado la capital de Judá para conseguir cambiar al rey y obligarle a unirse a una coalición contra el imperio Asirio.
El rey, de la dinastía de David, no sabe muy bien qué hacer. Su nombre era Acaz. Tenía varias opciones ante la amenaza de los dos reinos vecinos. Podía ceder y unirse a ellos para entrar en guerra contra la potente Asiria. Como opción totalmente opuesta, podía recurrir a la misma Asiria: pedir su ayuda contra estos reyezuelos que intentaban rebelarse. Una solución intermedia consistía en recurrir a Egipto y sus lejanos ejércitos. ¿Qué hacer? ¿Con quién pactar?
Egipto quedaba muy lejos y no estaba claro su compromiso efectivo para defender a Judá. Unirse a los pequeños reinos atacantes significaba entrar en guerra contra la maquinaria militar del gran Imperio de Nínive. Acaz sopesaba todas las opciones.
En aquellos mismos días, en Jerusalén predicaba un profeta, culto y poeta, de nombre Isaías. La función de los profetas era consultar la voluntad de Dios para poder iluminar las decisiones de los reyes y el camino del pueblo. Acaz no consultó a Isaías en el sitio de Jerusalén.
Pero el profeta salió al encuentro del rey. Iba acompañado de su hijo. El mensaje era bien claro: “No temas a los atacantes, manteneos firmes en Jerusalén. No busques, tampoco, alianzas con extranjeros, pues serían la ruina para todos”. La opción política que Isaías propone al rey es la fe, la confianza en Dios, el Señor de Jerusalén.
Cuando habla, Dios suele dar signos para ayudar al hombre a confiar en su palabra. De nuevo, Isaías sale al encuentro del rey y le ofrece elegir un signo. Pero Acaz no quiere signos; bajo la excusa de no exigirle pruebas a Dios, lo que teme de veras es tener que tomarse en serio las palabras del profeta. El Dios de los antepasados no le sirve al rey como opción política, como elección real cuando aprieta el asedio. Él necesita ejércitos, poder, no fe ni palabras de profetas.
Isaías, entonces, pronuncia la señal que Dios ha elegido: “La doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel. Comerá cuajada y miel hasta que sepa rehusar lo malo y elegir lo bueno”.
No hay nada más débil en tiempo de guerra que una mujer embarazada o un bebé. Esta es la señal de la palabra de Dios: el niño nacerá sano, y no faltará comida hasta que tenga uso de razón. El asedio no tiene futuro. El nombre del niño es el resumen del programa de acción que Isaías propone: “Dios está con nosotros”.
Esto es la fe para el profeta: fiarse de Dios en las difíciles circunstancias de la historia, buscar en él la salvación, no en las cambiantes alianzas de los poderosos de turno.
¿Qué hizo el rey Acaz? No hacer caso a Isaías. Pactó con el más violento, con aquel a quien más temía, con el rey de Asur. Con ello, consiguió que el asedio cesara; pero tuvo que pagar un fuerte tributo al señor de la guerra, en dinero y en humillación: tuvo que levantar una estatua al dios del imperio en el corazón de Jerusalén y ofrecerle a esa estatua la vida de su propio hijo como signo de sumisión.
Pasados los siglos, la profecía de Isaías tomó una realidad mucho mayor. Un niño nació para siempre como signo de que la fe es más fuerte que todas las amenazas. La alianza con Dios es la que salva; todo lo demás es pasajero, aunque nos haga sufrir.
El Emmanuel habita entre nosotros, se ha quedado en nuestra historia como signo débil de la poderosa fuerza de la fe.
Manuel Pérez Tendero