Caminante Ignacio

En el corazón del verano, todos los años, nos encontramos con la figura de Ignacio de Loyola. Un hombre que buscó la notoriedad y, al convertirse, quiso mirar la vida desde el otro lado: la ribera del mendigo, del peregrino que todo lo espera del otro para poder seguir su camino. “Siendo rico, se hizo pobre”, como san Pablo había dicho de Jesús de Nazaret. También era rico en ambición Ignacio. Pero lo dejó todo porque se encontró con Cristo. En su autobiografía se designa así, como “peregrino”, sin apellidos de renombre familiar ni logros eclesiales.

Muchos peregrinos se movían entonces por Europa. Algunos de ellos, bastante acomodados: caminaban con cierta seguridad, con bienes y servidores. Pero muchos caminaban a la intemperie, buscando hacer penitencia por los caminos de la fe. Las metas estaban claras: Compostela, Roma y Jerusalén.

Ignacio lo descubrió con claridad: convertirse a Cristo era hacerse peregrino; había que buscar el milagro de lo cotidiano, sin hacer más planes que la búsqueda de la providencia sencilla en el tiempo que Dios nos regala. ¿Dónde ir, si solo Cristo era el camino? A Jerusalén.


Al final, Dios cambió las metas de Ignacio y Jerusalén se convirtió en Roma: peregrinar a Cristo, a su divinidad encarnada, le empujó a ponerse al servicio de la Iglesia, a peregrinar por los caminos del presente. La meta de Jerusalén se convirtió en etapa que le llevaría a Roma. Pero Roma fue también etapa: su camino terminaba en otro sitio. Se había dejado la vida aquí, buscando la voluntad de Dios y la compañía de Jesús. Dejó sembrada su inquietud, y sus huellas profundas, con el peso de la búsqueda más dolorosa, fueron seguidas por muchos.

Nuestros veranos también se llenan de peregrinos. La mayoría de nuestros contemporáneos hacen turismo convencional, de playa o de interior, de arte o de gastronomía. Algunos, hacen turismo religioso, visitando santuarios o lugares que pisaron los santos del pasado. Otros, se atreven a ser peregrinos. A pie o en autobús, camino de Compostela, de Cracovia, de Roma o de Jerusalén. No sé cuántos de ellos se parecen a Ignacio. No sé cuántos peregrinos caminan porque les ha cambiado la vida, o cuántos ven transformada su vida después de peregrinar.

No sé cuánta pobreza y providencia anida en las almas de los que, en este verano, se han puesto en camino. Solo Dios podrá saber cuántos han podido tocar la carne del Hijo de Dios, peregrino definitivo por esta tierra; cuántos han tenido experiencia de fe y de conversión, de realidad de lo divino que se manifiesta más cuando no nos estamos quietos.

Solo Dios podrá saber cuántos han unido Jerusalén y Roma como Ignacio, es decir, a Cristo y su Iglesia como metas que no se pueden separar.

“Solo y a pie” se titula la que, tal vez, sea la mejor biografía de Ignacio. Llegó a mis manos como todas las cosas importantes: de forma gratuita, como regalo de una mano amiga.

Solo… Somos comunidad, pero el verdadero peregrino sabe afrontar los momentos de soledad en el camino; sin ellos no hay avance interior, no hay voluntad libre que se atreve a asumir la propia responsabilidad ante el futuro y ante Dios. Sin soledad no hay capacidad para amar de verdad. Sin soledad, la fe se convierte en folklore y tradición superficial y rutinaria.

… Y a pie. Solo así se puede hacer un camino desde el despojo y con el tiempo necesario para que nos cambie la vida. Llevamos demasiadas maletas porque no tenemos que llevar su peso sobre nuestras espaldas. Y llegamos demasiado deprisa a los lugares que queremos visitar: hemos olvidado el camino por multiplicar las metas. Con ello, la pedagogía de la vida se nos escapa y nos es difícil madurar.

Ignacio es maestro de nuestro verano y sus viajes, de nuestra vida y su camino.

Manuel Pérez Tendero