Ha terminado el milagro. Es necesario despedir a la multitud. Los discípulos suben a la barca: ¿para regresar al hogar? ¿Para iniciar su tarea de pesca en la noche? La multitud vuelve a las aldeas, los discípulos surcan el lago, Jesús se dirige al monte. A solas, para orar.
Junto a la oración oficial del pueblo, de la que Jesús participó desde pequeño, existe también una oración personal. Toda persona religiosa, de cualquier creencia, se siente llamado a esta personalización de la relación con Dios. Jesús frecuentó este trato personal con Dios, seguramente, como nadie en la historia.
Esta práctica nos habla del profundo sentido religioso de la persona y la misión de Jesús. El Maestro de Galilea hacía milagros, predicaba en parábolas, comía con los pecadores, pero todos sus actos estaban marcados por su relación con Dios. A menudo, los investigadores más expertos en los evangelios olvidan esta dimensión fundamental de quien era profeta, taumaturgo, Mesías y muchas cosas más: él era, ante todo, un hombre de Dios.
Jesús de Nazaret es un israelita orante, se sabe un enviado de Dios, viene a realizar una misión religiosa, el Reino que predica y trae es el Reino “de Dios”. El origen y la finalidad de toda su tarea están en Yahvé, el Dios de Israel, el creador de todos.
Pero esta insistencia de los evangelios en la oración de Jesús puede suscitar una pregunta de fondo en los creyentes. El cristianismo afirma, no solo que Jesús es un hombre de Dios, sino que es Dios mismo: ¿necesitaba, entonces, rezar? ¿Cuál es el sentido de la oración del fundador del cristianismo?
Algunos podrán argumentar que Jesús oraba para dar ejemplo: no necesitaba la oración, o la necesitaba menos que nosotros, pero quería enseñarnos a orar, a experimentar nuestra necesidad de Dios y, para ello, predicaba con el ejemplo. Poco satisfactoria parece esta solución para quien conoce los evangelios y se ha acercado un poco al misterio del Hijo de Dios.
También se puede decir que Jesús oraba en cuanto hombre, no en cuanto Dios. Igual que los cansancios, el aprendizaje, la misma muerte: son fruto de la encarnación del Verbo.
Pero no es “la humanidad” de Jesús, sin más, quien reza. Es la persona, es el sujeto. Por eso, se dirige a Dios como Padre. En la oración de Jesús se encuentran la persona del Padre y la del Hijo, que se ha encarnado. Jesús reza porque es Hijo frente a Dios, porque vive de esa relación eterna que le constituye.
Podríamos decir que Jesús necesita rezar más aún que nosotros, porque no es la debilidad el principal sustrato de la oración, sino el amor, el ser, la relación. Una dimensión fundamental de la oración es la súplica, la búsqueda de ayuda; de hecho, el sufrimiento ha abierto a muchas personas a la dimensión trascendente de la vida. Pero hay algo más profundo y continuo: objetivamente, provenimos de Dios; Otro nos creó y nos sostiene. En la oración, explicitamos esa dependencia de amor y podemos, libremente, crecer en lo que ya somos: hijos, criaturas, amados, comunión.
La oración es mucho más que un mandato, es algo más que una ayuda para nuestra condición peregrina: es el ejercicio de nuestro misterio más profundo.
Los grandes místicos lo supieron entender porque lo vivieron: la oración no es solo un medio para conseguir otros fines, es fin en sí mismo, porque estamos hechos para ser amados y amar, porque vivimos bajo la mirada de la bondad del Padre. Los místicos encontraron en la oración, en la relación profunda y personal con Dios, la fuente más grande y duradera de alegría.
El tiempo invertido en la oración, cuando lo hacemos de forma auténtica y personal, es el más fructífero desde el punto de vista de la alegría y la eficacia, desde la perspectiva cristiana y humana.
Dichoso aquel que, siguiendo las huellas del Maestro, encuentra espacios y tiempo, al atardecer o a cualquier hora, para buscar el Amor.
Manuel Pérez Tendero