Hace más de tres mil años Moisés fundó la religión judía. Fuera del país prometido por Dios, en el desierto, en torno a un monte. Sin templo, sin rey, sin tierra, en la intemperie de la historia. Desde su nacimiento, Israel sabe cuál es la esencia de su alianza, lo que no puede faltarle para poder subsistir: la ley, la voluntad de Dios, la palabra.
El hombre siempre ha necesitado luz para conducir su vida con sentido. Ha buscado consultar los caminos del destino y ha pretendido dominar todas las fuerzas, visibles e invisibles, de la historia. El hombre necesita seguridad.
También Canaán estaba lleno de nigromantes, agoreros, adivinos y magos. Es difícil marcar las diferencias entre la religión y la idolatría. Pero el Dios del desierto, el de Moisés, el del monte, el de la ley, es el Dios de la palabra.
Moisés prohibió a su pueblo seguir la costumbre de los pueblos vecinos para consultar a los adivinos de turno. Dios no se deja dominar por ningún experto en espíritus, ni su voluntad se puede pervertir escuchándola en rincones remotos del inconsciente.
Dios creó el mundo con su palabra, la luz habita el cosmos, la lógica sostiene nuestra vida y nuestro pensamiento. Con esa misma palabra se comunica con nosotros. La esencia de la religiosidad bíblica no es el intento de dominio de la divinidad, sino la acogida obediente de su voluntad. Todas las religiones monoteístas son proféticas, religiones de la palabra.
Por eso, cuando Moisés muere, promete el surgimiento de los profetas, los hombres de la palabra. A ellos podrá consultar el pueblo para conducir su vida según el Dios de la alianza.
Los profetas surgen de la vocación, son llamados por Dios para hablar al pueblo con toda libertad. No han sido nombrados por el rey para estar a su servicio, no son representantes del pueblo que hablan siempre lo que la masa desea. Son irrupción de la palabra en el corazón de la historia. Desde ellos, es posible interpretar la realidad desde otra perspectiva, encontrar caminos donde el hombre solo ve tinieblas y muros.
El profeta existe porque Dios quiere seguir iluminando la vida de los hombres, ayudarle a encontrar las claves del bien y la verdad, los caminos de la belleza. La misión de Moisés no muere, con él, en el desierto: penetra hasta la Tierra Prometida, acompaña al pueblo en todos los avatares de su historia.
No es suficiente con la ley escrita para orientar la existencia: necesitamos la palabra viva, la presencia personal, la luz concreta en los matices de una historia compleja. Más allá de la ley escrita de Moisés, los profetas siguen acompañando al pueblo para encontrar luz en el camino, para recordar siempre lo que no debimos olvidar, para interrogar nuestras rutinas.
Pero el profeta existe, también, porque el Dios de Moisés es el Señor del diálogo, el amigo que nos busca y quiere conversar con nosotros en la brisa de cada día. Somos lenguaje, y no solo porque podemos ponerle nombre a las cosas: somos personas, comunión construida en el tiempo. La palabra es el hilo con el que está tejida nuestra alma.
Necesitamos hablar porque necesitamos amar. Somos “carne de diálogo”. La presencia del profeta nos recuerda que hay alguien más allá del silencio que también nos quiere hablar. Él es palabra originaria que susurra en el corazón de nuestros lenguajes. Él es manantial de amor cuyo latido palpita debajo de todos nuestros amores verdaderos.
El ser humano ha aprendido a dominar, ha pretendido demostrar; pero lo que realmente desea es dialogar, escuchar y comunicar; con paz, con libertad, con hondura.
Seguirán surgiendo profetas que nos recuerden la primacía de la palabra y nos inviten a atrevernos a escuchar la Palabra.
Manuel Pérez Tendero