Estamos teniendo una primavera lluviosa. Todos nos preguntamos qué habría sido de nuestros campos si no hubiera llovido tan abundantemente durante el mes de marzo. Sin agua, la tierra se hace infecunda; cuando llueve, todas las posibilidades del suelo se desarrollan y explotan llenando de belleza y colorido nuestra tierra. Cuando los científicos estudian la posibilidad de que haya vida en un planeta, buscan, ante todo, la presencia de agua. El agua es la matriz de la vida.
El libro bíblico del Génesis nos dice que, en el origen, toda la tierra era un desierto porque no había hombre que la trabajara ni la lluvia de Dios había descendido del cielo. Bella forma de expresar la fertilidad de la creación: la lluvia y el trabajo, Dios y el hombre trabajando juntos para que la tierra cumpla su vocación de fecundidad.
Esta función vital del agua ha servido para expresar la misión del Espíritu de Dios en nuestra historia. Hoy es Pentecostés, la fiesta que celebra la gran difusión del Espíritu, la “lluvia de Dios”, fruto de la resurrección de Jesús.
El milagro de la Iglesia no surge solamente del encuentro con Jesús, entregado y vivo: sin Espíritu no habría fe ni habría misión. A menudo, en la Iglesia nos contentamos con subrayar el contenido cristocéntrico de nuestra religión, pero nos olvidamos de contar con el único capaz de dar vida y sentido a esa misma religiosidad. Nos centramos en la semilla, pero olvidamos la lluvia que hace posible el fruto. No es suficiente con trabajar la tierra, no es suficiente con nuestro esfuerzo, nuestra formación, la creatividad en los medios y la simpatía en la propuesta.
Los creyentes, casi siempre, damos por supuesta la ayuda de Dios, la presencia del Espíritu; a fuerza de dar por supuestas las cosas más importantes, acabamos por no tenerlas en cuenta. Y, entonces, al llegar la cosecha, nos encontramos con las manos vacías. Es verdad que somos valientes, no nos conformamos, y volvemos a trabajar la tierra, a seleccionar la semilla, a capacitar a los trabajadores, a comprar mejores instrumentos de labor; pero siempre nos quedará la lluvia.
Como Dios no es disponible, olvidamos a menudo la necesidad del agua para fecundar nuestros esfuerzos. Además, el Espíritu no es como la lluvia del campo: el ejemplo se nos queda corto. Porque la lluvia llega, fruto a veces del azar, pero el Espíritu es persona libre, que no fuerza su presencia, que quiere que lo pidamos.
Cuando la primavera llega cargada de lluvias, los campos se visten de belleza y se cargan de frutos. Así es también nuestra vida de creyentes, nuestra misión de Iglesia, nuestra vida de hombres y mujeres que sufren y trabajan en esta historia que Dios ha puesto en movimiento. Contemplamos, más frecuentemente de lo que quisiéramos, una Iglesia con poca belleza y escasos frutos: ¿tenemos que mejorar? Sin duda alguna. ¿Hemos de convertirnos? Ciertamente; pero convertirnos, ante todo, a la necesidad del Espíritu. ¿Tenemos que capacitarnos más y aprender nuevos métodos? Es claro que sí, pero sin olvidar de dónde nos llega la capacitación radical: el cielo siempre tiene mucho que decir en todo lo que hacemos y en todo lo que somos.
El Espíritu está: en la Iglesia, en cada uno de nosotros; es “huésped silencioso de nuestra alma” (san Agustín); pero hemos de creer en él, hemos de ponernos en sus manos, tenemos que invocarlo, que mostrarnos disponibles a su acción.
Cuando Jesús resucitado les encomendó la misión a sus discípulos, lo primero que les pidió fue que esperasen: debían recibir el Espíritu para que la misión fuera posible. ¿No sucede, a menudo, que nos adelantamos al Espíritu, que queremos ir por delante de Dios en nuestras tareas?
¿Cómo de vacíos deberán quedar nuestros pantanos para que invoquemos al Dueño de la lluvia? ¿Cuánta belleza habrán de perder nuestras comunidades para que despertemos a la belleza del Espíritu? ¿Cuántos años de pastoral sin fruto deberemos repetir para que confiemos, por fin, en la fuerza de Dios?
Llueve en primavera, es Pentecostés. El Espíritu llega.
Manuel Pérez Tendero