Los autores antiguos solían dedicar sus libros a algún personaje concreto, fuera famoso o fuera amigo del escritor.
En los libros bíblicos tenemos también un caso curioso en el que dos libros son dirigidos a una misma persona: Teófilo. Se trata del tercer evangelio y del libro de los Hechos de los apóstoles. Ambos libros, anónimos en sí mismos, han sido atribuidos por la tradición a san Lucas, médico de profesión y discípulo de san Pablo.
Parece que a san Lucas no le importaba mucho aparecer como el autor de su evangelio. De hecho, él se considera dentro de la gran tradición de la Iglesia primitiva, que recoge las tradiciones sobre Jesús para transmitirlas a aquellos que no habían conocido al Maestro.
El evangelio permanece anónimo, pero san Lucas sí ha querido poner nombre al destinatario de sus dos libros.
Aparece claro, en primer lugar, que ha querido que sus dos obras sean leídas como un conjunto. En la primera de ellas, el protagonista es Jesús de Nazaret, desde su infancia hasta su ascensión, resucitado, a los cielos. En la segundo, la protagonista es la Iglesia, la comunidad de discípulos, desde la ascensión de Jesús hasta la llegada de san Pablo a Roma.
La ascensión, por tanto, marca la divisoria entre ambos escritos, es el gozne que une la misión de Jesús con la misión de sus discípulos. La visibilidad de la tarea encuentra ahora en la Iglesia su centro, aunque sigue siendo Jesús, el Maestro vivo, el protagonista de todo. En san Lucas, este protagonismo aparece subrayado con la presencia del Espíritu de Dios, sin cuya gracia sería imposible la misión de la Iglesia de Jesús.
Para san Lucas, la misión de la Iglesia no se puede entender en sí misma: es la segunda parte de una misión que comenzó con Jesús que, a su vez, es continuación y plenitud de la misión de los profetas en el Antiguo Testamento. La fuente de la tarea de la Iglesia es la vida de Jesús.
Pero también es cierto lo contrario: el ministerio de Jesús tampoco puede entenderse aislado, sino en relación con la misión posterior de su Iglesia. La salvación que Jesús nos trae de parte de Dios requiere también la misión de la comunidad nacida en torno al Hijo de Dios.
Además de ofrecernos una perspectiva unida y rica de matices con sus dos libros, san Lucas nombra al destinatario de sus escritos. No sabemos si Teófilo es un personaje histórico concreto, o es un símbolo; también puede ser ambas cosas. Los narratólogos modernos hablarían de «lector implícito».
Llama la atención el significado del nombre de este varón griego a quien se dirige el libro de Jesús y el libro de su Iglesia: «Teófilo». Este nombre se compone de dos palabras griegas: Teo-, del nombre del dios griego superior, Zeus (Theos), y -filo, del verbo «amar» (fileô), con un matiz de amistad.
La relación entre ambas palabras puede entenderse en sentido activo o en sentido pasivo: «el amado de Dios» o «el que ama a Dios». Ambos sentidos son posibles y, seguramente, san Lucas pretendía la ambivalencia. Probablemente, es más verosímil el primer significado, el pasivo, que, por otra parte, es el que prima desde el punto de vista teológico.
En las cuestiones de amor, el cristianismo tiene claro que Dios siempre va por delante: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único». Nos acercamos, como Teófilo, a leer el evangelio porque Dios nos ama. La lectura del texto bíblico es una caricia de Dios a sus hijos, es el acto de amistad del Amigo, que nos cuenta todo sobre su Padre.
Pero también es cierto el sentido activo: cuanto más leemos el texto más se ensancha el corazón para amar a Dios; de esta manera, lectura y amor se van alimentando: porque amamos más, buscamos más.
Teófilo, en el filo de la ascensión, es el patrono de todos los lectores bíblicos, de todos los creyentes que van alimentando el amor a Dios con el pan de la Palabra.
Manuel Pérez Tendero