El día de Pentecostés la iglesia reza una oración poética preciosa, la secuencia del Espíritu, llamada también, por las palabras latinas con las que empieza, Veni creator.
En esta oración se expresan, ante todo, dos realidades en torno al Espíritu: los símbolos que representan cómo llega a nosotros y sus efectos para nuestra vida; lo que es y lo que produce.
El Espíritu viene definido como luz, padre amoroso del pobre, don, fuente, dulce huésped del alma, aliento.
Podríamos comenzar subrayando que es “dulce huésped del alma”: el Espíritu es todo lo que es con respecto a nosotros porque lo hemos acogido, porque ha venido a nuestro encuentro como regalo del Padre de Jesús. El Espíritu es lo que es para nosotros desde dentro, como huésped dulce de nuestra interioridad, sin estridencias, sin forzar nada.
Las obligaciones externas nos cansan, la voluntad desnuda agota, los esfuerzos sin alma acaban por resultarnos insoportables. El Espíritu es motivación interior, compañía íntima, presencia callada en todas las dimensiones de lo que somos.
Desde ahí, con nosotros, el Espíritu se convierte en luz y fuente, dos símbolos muy comunes en la Biblia y en todas las culturas; el agua y la luz son realidades físicas que simbolizan una dimensión más allá de lo físico. El agua, ante todo, nos da la vida y es frescor y limpieza para nuestras vidas en camino. La luz es también fuente de vida y posibilidad para conocer el camino y decidir la ruta. La falta de luz paraliza el cuerpo y llena de tristeza el alma.
Junto al agua y a la luz, también es importante el símbolo del viento: el Espíritu, como expresión onomatopéyica significa precisamente eso: soplo, rugido, viento, aliento. Más aún que en español, el griego y el hebreo expresan en sus lenguas de una forma nítida esta realidad.
El viento hace posible el movimiento y, por otro lado, es una realidad invisible, muy adecuada para expresar una realidad no material, espiritual. El viento es también brisa suave que nos conforta y nos invita a sentarnos para el diálogo, como les sucediera a Adán y a Elías en su relación con Dios; el Espíritu es como clima benigno que hace posible una atmósfera de paz y diálogo. Por fin, el viento es también aire interior que recorre nuestro cuerpo y nos da la vida. El espíritu, el alma, es la respiración, la vida que recorre nuestra materia. Por eso, en los orígenes de la Biblia, Dios crea al hombre moldeando un poco de barro y soplando en sus narices un aliento de vida, su Espíritu. Por eso, el día de la resurrección, Jesús se aparece a sus discípulos y sopla sobre ellos la nueva abundancia del Espíritu de Dios.
A menudo, nos falta alma, aliento, fuerza, respiración: nos falta el Espíritu. También nos falta alma como creyentes, en la misión, en la familia, en las relaciones humanas, en el trabajo. Pentecostés es una necesidad vital que tenemos como cristianos y como seres humanos: sin aliento de vida, la inteligencia, la voluntad y la belleza se convierten en realidades abstractas lejanas a nosotros.
El Espíritu es definido como don, como “don de dones”, que es la forma hebrea para el superlativo: el don más excelso, el regalo por antonomasia. El Espíritu es pura gracia. Nos falta aliento, decíamos, tal vez porque hemos olvidado la dinámica de la gracia y todo lo medimos desde el esfuerzo y el éxito.
El capitalismo utilitarista ya no es solo una ideología, sino una forma de vida y una manera de pensar. Todo lo medimos por su utilidad, por su eficacia, también a las personas, quizá también en la Iglesia; en ese mundo no cabe el Espíritu, no cabe el amor. De esta manera, vamos perdiendo poco a poco la alegría.
Porque es pura gracia, el Espíritu es padre, ante todo, del pobre, del que no cuenta, del que nada merece. “Padre amoroso”: de nuevo, la dulzura, la ternura, el estilo interior, la suavidad.
De esta manera, llegando a nosotros como luz y aliento, como don y como fuente, el Espíritu produce sus frutos, que el canto del Veni creator se recrea en afirmar: consuelo, descanso en el esfuerzo, brisa, alegría, enriquecimiento interior, limpieza, sanación, calor, salvación, gozo eterno.
¿No estamos llamados los creyentes a ser testigos de este gozo y serenidad en medio de nuestro mundo? Necesitamos, urgentemente, el Espíritu de Dios.
Manuel Pérez Tendero