En una de las reuniones de final de curso, revisando todo lo trabajado y vivido, un padre de familia preguntaba cómo llegar a transmitir el precioso mensaje del Evangelio a los demás, a sus propios hijos.
Casi todos los presentes querían responder, ofreciendo diversas soluciones y consejos a su pregunta. Pero hubo una voz más autorizada que habló de forma serena y todos callaron. Transmitir no es exactamente convencer; evangelizar es, ante todo, dar testimonio, transmitir con la voz y con la vida una belleza que nos ha cautivado, un amor que nos ha cambiado la vida y que es fuente de esperanza y humanidad en nuestra existencia cotidiana; la clave está en dar testimonio, comunicar una vivencia propia, sin pretender convencer ni cambiar al otro. En la evangelización, quien cambia es el apóstol; más tarde, con la libertad del que escucha y con la profunda obra de la gracia de Dios, puede llegar el cambio del oyente, el descubrimiento de ese tesoro que el apóstol ha encontrado.
Tal vez por ello, tenga cada día más sentido que grupos de cristianos se aparten de las grandes redes de la sociedad para vivir su cristianismo en lo escondido del claustro. ¿Cómo se puede evangelizar desde el silencio y la soledad? ¿Necesita la misión de la Iglesia a los monjes y monjas de clausura? Tal vez más que nunca.
Los necesita, en primer lugar, porque la misión no es de la persona o del grupo, sino de todo el cuerpo de la Iglesia. Necesitamos monjes porque necesitamos misioneros, necesitamos contemplativos porque necesitamos consagrados que sirvan a los enfermos. Necesitamos ser un cuerpo, cada uno viviendo la dimensión de la misión que el Señor le ha pedido. Las ramas necesitan tronco y profundas raíces para poder dar fruto. Si todo el árbol quisiera ser rama que lleva en sus manos los frutos acabados de la tarea, acabaríamos por hacernos infecundos: sin raíz y sin tronco que sustente las ramas y sus frutos.
¿No es este uno de los problemas de la Iglesia de hoy? ¿No hay poco fruto porque faltan creyentes que quieran ser tronco firme y raíz escondida? Queremos ser rama, y por un tiempo; queremos ver en nuestras manos los frutos de lo que hacemos, necesitamos experimentar el resultado de nuestros esfuerzos. Hay poca mirada de futuro, hay poca siembra en lo profundo.
Nuestras Iglesias ven cómo se cierran monasterios de clausura, y no parece preocuparnos mucho. ¿No nos estaremos quedando sin raíces? Los frutos del mañana se basan en la siembra del presente; la abundancia de frutos se fundamenta en la salud del árbol y sus profundas raíces.
La Iglesia necesita monjes y monjas, además, porque son ejemplo de lo que significa evangelizar, de las dimensiones profundas de la misión: el testimonio y la confianza en la gracia. Quizá exista un poco de descompensación en nuestro apostolado: mucha transmisión y poca vivencia, mucha palabra y poca escucha, mucha tarea y poca oración, mucha organización y poca comunión.
La sociedad de la eficacia también ha calado en nuestra forma de entender el cristianismo, y puede tener sus consecuencias positivas; pero, radicalmente, la Iglesia y la misión son otra cosa. Además de aprender métodos, necesitamos creer y vivir hasta el fondo el Evangelio. Es muy posible que, bajando de la cruz, Jesús habría conseguido muchas conversiones en Jerusalén en aquella Pascua; pero no fue esta la voluntad de Dios. El fruto estaba en el árbol, y allí debía permanecer hasta el final, porque, “si el grano de trigo no muere…”.
La vida contemplativa en la Iglesia es raíz, pero es también fruto: una Iglesia viva y fecunda suscita en su seno vocaciones contemplativas. Una Iglesia de la que no surgen vocaciones en las que “solo Dios basta”, es una comunidad que debe revisarse; una revisión que no debería alcanzar solo a sus estrategias y planes de misión, sino a lo profundo de su fe y su vida.
Estaremos a la escucha del silencio de quienes gritan en lo escondido la primacía de la gracia.
Manuel Pérez Tendero