Todo acaba en un monte. Un monte lleno de olivos, al oriente de Jerusalén, según san Lucas. En un monte anónimo de Galilea, según san Mateo. ¿Por qué la despedida desde el monte? ¿Para ganar en verticalidad y dar el adiós al que asciende? ¿O para tener una perspectiva más amplia de una horizontalidad nueva que nace ahora, la de la misión de los discípulos?
Según san Mateo, el monte está en Galilea. Como en el resto de su relato, la geografía es puro mensaje; desde los comienzos, en la infancia, el niño-Mesías recorre lugares para expresar su misterio: Belén, Egipto, Galilea. ¿Por qué en Galilea, qué significa esta región para el primer evangelista?
Cuando Jesús dejó atrás la vida oculta, simbolizada por la aldea de Nazaret, se fue a vivir a Cafarnaúm, junto al lago, que es el símbolo de la vida pública. En este cambio de residencia ve san Mateo un cumplimiento de una palabra profética: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande… camino del mar, Galilea de los gentiles…” Esto es Galilea para Isaías y para Mateo: tierra de frontera, acceso al mundo de los paganos. Por eso son allí convocados los Once, porque van a ser enviados por el Resucitado más allá de los límites de Israel, para hacer discípulos de entre todas las naciones. Se están cumpliendo las promesas de misión universal hechas a Abraham, el patriarca de la fe.
¿Por qué en un monte? También al principio de su evangelio, además de hablar de luz y universalidad, san Mateo ha recogido las tres tentaciones de Jesús y ha dejado para el final la tentación del monte, la del poder: “El diablo lo llevó consigo a un monte muy alto, le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: ‘Todo esto te daré si te postras y me adoras”. El monte de la tentación frente al monte de Galilea: Jesús recibirá de parte de Dios, al final, lo que Satanás le prometía al principio. Recibirá aún más, pues el poder que le ha sido dado va más allá de los reinos del mundo, se extiende también a los cielos.
El poder no es lo primero, sino lo último. Es demoníaco querer empezar la misión con poder. Jesús tendrá que pasar por la cruz, por la entrega, para poder recibir de Dios el verdadero poder, la autoridad fruto de la obediencia y el amor.
La misión del Mesías ha de ser despojada, kenótica, desde abajo, esta es la clave de la encarnación que recorre, desde Belén, todo el itinerario del Hijo de Dios.
Al principio, el diablo le prometía ciertas cotas de poder; al final, Jesús lo recibe todo de parte de Dios. Al principio, el diablo ponía como condición que Jesús se postrara ante él; al final, los discípulos se postran y adoran a Jesús, como los magos al comienzo de su vida. ¡Qué diferencia entre los montes!
El lector del evangelio, después de haber leído la derrota de Jesús, toda su lucha, los límites de su misión, al ver a Jesús al final de su vida recibiendo todo poder, podría pensar que ya es un poco tarde: ¿para qué se quiere ahora el poder, si la misión ya ha terminado?
Jesús mismo responde a esta pregunta: su poder recibido de resucitado-ascendido fundamenta la misión de los Once. Al principio, él rechazó todo poder, porque su misión había de estar fundamentada en el poder de Dios. Ahora, su poder sostiene la misión de los suyos.
Por eso, los apóstoles, la Iglesia, como Jesús, debe ser capaz de vencer toda tentación de poder propio para cumplir su tarea: la autoridad está en Jesús, no en nosotros; él no se ha marchado, es el Dios-con-nosotros que acompaña, todos los días, nuestro esfuerzo para cumplir aquello que nos ha encomendado.
El enviado obedece y confía en la autoridad del que lo envía. Antaño, fue Jesús; ahora, somos los discípulos.
La ascensión es envío, presencia escondida de un poder-amor que sostiene nuestra misión marcada por la sencillez.
Manuel Pérez Tendero