En los inicios de septiembre comienza un nuevo curso: las librerías se llenan de padres y niños que preparan todo el material escolar. Después del descanso veraniego, retomamos el esfuerzo de todos, también de los más pequeños, para construir nuestro mundo y para construirnos nosotros con nuestro trabajo y responsabilidad. Ardua tarea la de la educación.
En estos comienzos educativos del nuevo curso, me gustaría recomendar un libro muy interesante que da una perspectiva novedosa y valiosa sobre el tema de la educación: Inteligencia musical. Su autor, Íñigo Pirfano, es director de orquesta y filósofo, un joven talento español nacido en Bilbao.
“La música se revela como uno de los grandes solucionadores de problemas que han sido dados al hombre, gracias a su impresionante poder transformador”. La música es, probablemente, el arte más interior del hombre, más espiritual, más profundo. La música educa nuestra mirada más allá de nuestros ojos, más allá de lo aparente; es una belleza invisible que satisface los anhelos del alma.
Aprender a apreciar la música, a leerla; aprender el lenguaje lógico y bello de la música; aprender a tocar un instrumento musical: todo ello exige esfuerzo y perseverancia, pero va acompañado también de un placer muy humano que compensa y nos llena. Por desgracia, la enseñanza musical es casi inexistente en nuestro sistema educativo. Por desgracia, el aprendizaje activo de la música queda reducido, a menudo, a los que se dedicarán a ella de forma profesional. Pero la música es buena para todos. Ella es fuente de armonía, de ritmos que acompasan la vida, de belleza profunda que nos descubre como seres con interioridad.
Además de la interioridad, la música también nos educa en la comunión, en la relación constructiva con los demás. La música une; es más, sabe acoplar voces diferentes en una armonía superior que manifiesta bellezas nuevas. De nuevo citamos a Pirfano: “En una sociedad tan desencantada como la nuestra, en la que parece que la incomunicación y una especie de hastío general lo dominan todo, la música se revela como uno de los grandes medios para tender puentes, para unir a las personas”.
Educar no es solo adquirir conocimientos –como dicen ahora que se pensaba antes. Pero tampoco es adquirir capacidades para utilizar instrumentos técnicos –como parece que nos proponen ahora todas las reformas nacidas de Bolonia. Educar es crear inquietudes, despertar lo mejor que llevamos dentro para fomentarlo y transformar el mundo de forma creativa. Educar es ayudar a salir al encuentro de la realidad y de los demás. Educar es fomentar la interioridad, la libertad y el amor; es adquirir gusto por la belleza y disfrutar de la contemplación. Educar es aprender a admirarse por lo que otros solo usan.
En el evangelio que este domingo se proclama en nuestras parroquias, Jesús pronuncia un grito en arameo –“¡Effeta!”– que abre los oídos de un sordo y suelta también su lengua para que pueda oír y hablar. “¡Ábrete!” es, posiblemente, la clave de la educación y de la humanización del hombre.
Ante la belleza de lo real, ante las inquietudes del otro, ante nuestros dolores y deseos más profundos, ante el sufrimiento de los pueblos y la vergüenza de las guerras: el hombre debe abrirse para ser él mismo, para escuchar los gemidos que le hacen madurar y le mueven a actuar.
El progreso no se mide solamente por la complejidad de las máquinas y el bienestar efímero que nos reportan; es mucho más importante nuestra capacidad humana de gozar y sufrir con los demás, de salir a su encuentro.
Que tantos libros, cuadernos, pizarras –digitales o no– sirvan, al final, para lo que fueron creados: para educar personas libres abiertas a la belleza y a los demás.
Manuel Pérez Tendero