Es famosa la parábola en que Jesús explica el juicio definitivo como el acto de separación que realiza un pastor entre las ovejas y las cabras. Las primeras simbolizan aquellos a los que se les abren las puertas del Reino; las cabras, en cambio, representan a todos aquellos que son juzgados por unas obras alejadas de la voluntad del Pastor.
En esta parábola, Jesús se identifica con los pobres, con los necesitados, con los encarcelados,… con los últimos. En nuestra actitud con el hermano, con el hermano más marginal, se juega nuestro futuro con Dios: eso es lo que nos ha enseñado el fundador del cristianismo.
Esta parábola será proclamada en todas las iglesias en este domingo. Celebramos el final del año litúrgico, la fiesta de Cristo, rey del universo, y, por ello, hacemos memoria de nuestra fe en la meta de nuestra vida, en el juicio ante la vida eterna.
La historia de Israel, a menudo, ha sido la historia de un pueblo sometido por las demás naciones, y no siempre han encontrado respuestas justas a sus aspiraciones de libertad. Dentro de Israel, los más pequeños, los enfermos, los acusados injustamente, han llenado los Salmos con sus plegarias y han ido construyendo la esperanza de un tribunal superior que hará justicia a sus vidas olvidadas.
En todas las naciones, en todos los tiempos, en todos los rincones, la vida está llena de injusticias que no han sido sanadas. ¿Quién hará justicia a los pobres de todos los tiempos, muchos de ellos olvidados desde el principio en la memoria de todos?
La fe de Israel, que Jesús de Nazaret comparte, espera un juicio de Dios para reivindicar todas las causas perdidas de la historia. Para el hombre, esta es una tarea imposible, inimaginable; pero Dios no se mide por nuestra imaginación o nuestras capacidades; su infinito amor no depende de la medida de nuestros sentimientos, ni su poder depende de la medida de nuestros avances. Cada vida importa, cada injusticia le importa. Él ama a cada persona que ha creado: no puede ser arrancada de su memoria ninguna criatura que él ha modelado con sus propias manos de Padre.
Él es la medida del hombre, no al revés. Por eso, nos humanizamos cuando cada vida nos importa, sobre todo las más olvidadas; nos humanizamos cuando no nos acostumbramos a convivir con la injusticia, cuando nos importan aquellos que no importan a nadie, cuando nuestro nivel moral no depende de las modas ni de las encuestas, cuando una persona nos importa más que nuestro partido o nuestros éxitos.
A lo largo de la historia ha sido una constante el olvido de los pobres. Pero, quizá más que nunca, estamos viviendo este drama entre nosotros en estos tiempos nuestros en que nos creemos más humanos. Es muy duro comprobar que ningún partido político, a día de hoy, defiende la vida, toda vida, en nuestro país. Se ve que es más importante la economía, o la ideología, o el bienestar de unos pocos.
No es así para Dios.
No es así para muchas personas de la sociedad civil, como ayer se demostró en toda España. Se está librando una de las batallas más importantes de la historia por la dignidad humana.
No sabemos muy bien cómo, ni tampoco cuándo; pero estamos seguros de la victoria de la vida y del bien, de la dignidad y de los pobres. Estamos seguros porque el ser humano ha sido creado para la belleza y para el bien, no para el egoísmo y la ideología. Estamos seguros porque creemos también en Dios: y él ha apostado por el hombre, por la vida, por cada vida.
Supongo que, en el día final, el Pastor de todos podrá decir a quienes ayer recorrían nuestras calles para gritar por la vida: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo; porque tuve hambre…Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”.
Manuel Pérez Tendero