Hace unos tres mil doscientos años, cuando un grupo de nómadas se fue estableciendo en la montaña central de Canaán, ya había allí grandes ciudades habitadas, con su propia organización y con su política y religiosidad propias.
Los nuevos habitantes no trajeron consigo solamente un nombre nuevo para la divinidad, sino un estilo diferente de religiosidad y de comprender el conjunto de la vida. Es verdad que costó siglos la aceptación de esta novedad, y nunca se acabó de conseguir del todo.
Una de las diferencias fundamentales estaba en la forma de consultar a la divinidad. En los pueblos de Oriente, lo normal era acudir a magos, adivinos, agoreros, astrólogos, hechiceros, nigromantes… Pero el Dios del desierto no permite a su pueblo este tipo de consultas. ¿Cómo podrán, entonces, conocer la voluntad de Dios, cómo podrán conocer el camino adecuado para actuar en sus vidas según los planes del Todopoderoso que conduce el destino de los hombres? Él mismo hará surgir un tipo de personas: los profetas.
¿Dónde está la diferencia? En los pueblos cananeos, el deseo de consultar a la divinidad es sincero y está arraigado en la religiosidad más profunda del hombre; pero se pretende dominar las fuerzas ocultas. La iniciativa es del hombre: él marca la pauta y los tiempos, él organiza los medios y hace hablar a los dioses según sus propios métodos. En el caso del profeta, en cambio, es Dios quien toma la iniciativa; él no se deja dominar, mantiene su libertad soberana. Todos los ritos mágicos desaparecen en una religiosidad más sencilla y queda la palabra humana como medio fundamental de comunicación.
Es verdad que puede haber profetas falsos, que hablen en nombre propio, que no hayan sido elegidos por Dios, a quienes Dios no les ha hablado. Hará falta, por tanto, un criterio para discernir los verdaderos de los falsos profetas. Cuando un profeta solo predica venturas, cuando se esfuerza en decir lo que las autoridades y el pueblo quieren oír, cuando no hay exigencia en sus palabras, es falsa su profecía. También lo es cuando no se cumple su palabra y cuando no está de acuerdo con la ley revelada a Moisés: Dios no cambia su mensaje, Dios no juega con el hombre. También se podrá conocer la veracidad del profeta por sus frutos, por su vida, por la coherencia entre sus palabras y sus actos.
Cuando dejó de haber profetas en Israel, cuando la palabra de Dios dejó de ser oral y se puso por escrito, cuando los escribas sustituyen al profeta, la promesa de Moisés es interpretada como un anuncio de futuro: llegará un profeta definitivo que hablará con autoridad suprema en nombre de Dios.
Los discípulos de Jesús vieron en su Maestro el cumplimiento de esta promesa de Moisés. Lo que decía y, sobre todo, la autoridad de su vida y su mensaje, lo dan a conocer como enviado definitivo de Dios que sabe lo que dice y conoce bien a Aquel que lo ha enviado.
Seguimos necesitando consultar al Misterio para comprender las claves de nuestra historia y para tomar las decisiones adecuadas. ¿A quién consultamos después de tantos siglos? ¿Hemos vuelto a los agoreros y nigromantes, a los ideólogos que nos predican su propia visión de las cosas, no siempre exenta de ganancia para ellos? ¿A qué profeta podremos acudir?
El mensaje de Jesús –como antiguamente la ley de Moisés– ha quedado escrito como criterio. No nos fiaremos de los agoreros que se envían a sí mismos, sino de aquellos profetas a quienes Dios ha elegido. Escucharemos a aquellos que vivan y prediquen según el Evangelio, a los que son discípulos del único Maestro antes que ser profetas ante los demás. No es la palabra del hombre la que el hombre ha buscado desde siempre, aunque sea muy refinada o esté cargada de dialéctica: buscamos la palabra de Dios, su visión, su luz. Buscaremos por doquier a sus profetas.
Manuel Pérez Tendero