Todos tenemos una biografía a nuestras espaldas, con sus alegrías y sus esperanzas frustradas, con sus heridas y sus logros. Todos tenemos, también, un presente y atisbamos un futuro. Todos vivimos un mundo de relaciones humanas, familiares y de amistad. Tenemos una relación laboral con la sociedad y con la realidad.
En el corazón de estas dimensiones, algunas personas cuentan con la presencia de un ser sobrenatural y bondadoso al que llaman Dios. Le piden ayuda, saben que son responsables ante él de todos sus actos, en el presente y en el futuro; también celebran sus ritos en su presencia, poniendo en relación todas las dimensiones de la vida con la dimensión religiosa: nada de lo humano le es ajeno a Dios, creador de todas las cosas.
En esta radical dimensión religiosa del ser humano se inserta el cristianismo. Pero existe un matiz importante.
El fenómeno cristiano nace por la irrupción de un hombre en la vida de un conjunto de personas judías en el siglo primero de nuestra era. Las palabras y los gestos de ese hombre, sus milagros y su autoridad, pero sobre todo su propia muerte, van a cambiar la vida de unos pocos hombres y mujeres de las regiones de Galilea y Judea. La amistad con ese hombre les ha marcado para siempre, una relación personal que configura sus vidas desde la raíz.
Por eso, lo perdieron todo con su muerte; y lo van a reconstruir todo con su resurrección. A partir de ahora, su vida ya no es un conjunto de actividades en las que imploran a Dios para que sea ayuda y misericordia: todo lo empiezan a hacer en nombre del Maestro que vive; la existencia se ha convertido en misión.
Aprendieron de Jesús que él era Hijo ante todo, enviado por Dios. No era un hombre que tenía que sobrellevar su vida con mayor o menor compromiso y recibía la ayuda de Dios: era un enviado; todos sus minutos, cada aliento de su respiración, eran misión, vida recibida de Otro.
Ahora, resucitado, transmite el testigo de su tarea a sus amigos: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo”. Y les da el aliento que le ha hecho vivir como Hijo, el Espíritu mismo de Dios.
Los discípulos se convierten en apóstoles. Tendrán tareas que realizar, relaciones que madurar, dificultades humanas que afrontar; pero todo será parte de esta misión radical que configura sus vidas a partir del encuentro con el Amigo que ya vive para siempre.
Ser cristianos es respirar de una forma nueva, con el aliento de otro; es vivir como enviados, con la misión como corazón y criterio de todo lo que se vive y se actúa. “Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor: en la vida y en la muerte somos del Señor”. También san Pablo comprendió la novedad cristiana cuando se encontró, como María Magdalena, Pedro y tantos otros, con el Señor que vive.
El cristianismo no es un rincón de religiosidad que nos hace implorar a Dios en nuestras dificultades o realizar un conjunto de ritos a lo largo del año; no es suponer que Dios existe y nos puede ayudar y, en el futuro, nos ha de juzgar. Es algo más, es mucho más: es una amistad que nos cambia la vida y lo configura todo desde esa relación.
Por eso, si no hay encuentro real con Cristo no existe auténtico cristianismo; puede haber religiosidad sincera, bondad moral, camino humano que quiere contar con Dios. Todo eso es bueno, y ha sido querido por Dios. Pero ha comenzado algo nuevo con aquella mañana de sepulcro vacío en Jerusalén. Ha llegado la nueva alianza.
Dios ha pronunciado su palabra definitiva sobre el hombre y ha comenzado la última etapa de la historia. Los apóstoles del Resucitado son profetas de este momento de bendición y vida.
Manuel Pérez Tendero