Bajo la nube.

La niebla cubre, de mañana, nuestros campos. Las nubes bajan al nivel del suelo y dejan un frescor celeste y una humedad fecunda en la tierra.
El segundo libro de la Biblia finaliza con una especie de niebla que baja hasta la dureza del desierto. Moisés y su pueblo, recién salidos de Egipto y acampados en el Sinaí, después de haber decidido con libertad un camino nuevo en la presencia de Dios, han construido una tienda especial para guardar el arca con las tablas de la ley. Han construido el tabernáculo, el signo de la presencia de Dios que camina junto a su pueblo peregrino, hacia la tierra de la promesa, hacia la meta de la liberación.
Cuando finaliza todo el trabajo humano, cuando el arca y la tienda han sido terminadas, Dios desciende para habitar en aquel lugar sagrado. Lo hace con un símbolo: la niebla, la nube que baja y se posa.


Israel se ve arropado por Dios, protegido en el desierto por la niebla fecunda; Israel camina acompañado: entre sus tiendas destaca, en el corazón del campamento, la tienda de Yahvé.
Esta misma nube, signo de la presencia de Dios, de su gloria, descenderá un par de siglos más tarde sobre el arca en un lugar estable: el templo. El pueblo ha dejado de ser peregrino, ya no habita en tiendas, sino en casas, en ciudades. Por eso, Dios también toma asiento en medio de su pueblo, en el corazón de la tierra, en una colina al borde del desierto, en la montaña de Judá. Moisés construyó la tienda en los albores de la historia de Israel; Salomón, ahora, construye el templo.

Un detalle nos revela algo novedoso: la construcción del templo, al principio, no obtuvo el beneplácito divino. El templo, imitando los templos cananeos de las ciudades conquistadas, tenía el peligro de confundir la religiosidad del pueblo. El templo, construido por el rey cerca de su palacio, tenía el peligro de convertir la religión en un dominio del soberano sobre todo el pueblo.
Aunque pudiera parecer lo contrario, el templo es un lugar no definitivo para la presencia simbólica de Dios en medio de su pueblo. La tienda es un lugar más adecuado, más acorde con la libertad del Dios del éxodo.

Muchos siglos más tarde, un autor cristiano comenzó su evangelio con una referencia al templo de Jerusalén. Allí entra Zacarías y recibe una promesa de Dios: la fecundidad de su matrimonio, el nacimiento de un niño al que llamarán Juan; pero, inmediatamente, una nueva escena nos sitúa muchos kilómetros al norte, en la montaña sur de Galilea, en un pueblo desconocido y diminuto: Nazaret.
No en el templo, como Zacarías, sino en la misma casa; no un varón, Zacarías, sino una mujer, María, recibe la visita del mensajero de Dios. El ángel promete algo que parece imposible: la maternidad virginal de aquella doncella. Para obrar este milagro, “el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Es la misma nube que bajó sobre la tienda y el templo. María, al instante, se pone en camino hacia Isabel: ha vuelto la presencia de Dios en la tienda. El Dios del pueblo se hace de nuevo caminante y peregrino.
Pero la tienda es ahora de carne y hueso. Y el arca, el símbolo más sagrado de la presencia de Dios, ya no está fabricada en madera ni porta ningunas tablas: es la carne humana de un varón que empieza a crecer en el seno de María.

La tienda, ahora, es materia libre con quien Dios dialoga para pedir permiso y bajar a ella; es carne de mujer, tiene rostro y vida.
Moisés, Salomón, María: tres etapas de la presencia de Dios en el corazón de su pueblo peregrino. La tienda y el templo fueron promesa de una presencia definitiva, más nuestra, más real. Ahora, la Palabra ha puesto su tienda entre nosotros y podemos contemplar su gloria, esa niebla de Dios que habita en la carne de Jesús.
¡Que haya niebla del cielo en estos días cubriendo nuestros caminos!
¡Feliz Navidad!

Manuel Pérez Tendero