Alejandra no paraba de llorar. Estaba en brazos de una mujer que no era su madre y había sufrido un gran estruendo a su alrededor. Al final, consiguió asir con sus pequeños dedos un dedo de la mujer que ejercía de madre. La niña se calmó.
Más adelante, junto a la carretera, había un coche volcado. La madre de Alejandra yacía muerta a unos metros del vehículo. Su padre, atrapado por el volante, no podía respirar. Los helicópteros y las ambulancias llegaron más tarde: nada pudieron hacer por aquellos padres. Era media mañana y una familia conducía tranquila por la carretera. Unos jóvenes, en sentido contrario, venían de una fiesta El desastre les salió al encuentro.
La impotencia y el llanto se abatieron sobre todos los testigos del accidente. ¡Las malditas casualidades de la vida!
¿Habrá que endurecer las leyes y multiplicar los controles? Tal vez.
Pero yo creo que no es suficiente. Yo creo que esta sociedad tiene que hacer un examen crítico y profundo de las opciones de vida que va tomando y sus consecuencias. Hemos construido un sistema que nos invita a todas horas al exceso y la irresponsabilidad; después, nos lamentamos por sus consecuencias.
Queremos sembrar vientos y no cosechar tempestades. Queremos vivir en la cizaña y recoger cosecha abundante de trigo. Por mucho que la ciencia avance y las leyes se endurezcan, nada podrá suplir nuestra libertad, no podremos separar los actos humanos de sus consecuencias.
Creo que vivimos en una sociedad radicalmente hipócrita, que no quiere ver lo evidente ni quiere asumir las leyes de lo real.
Damos por supuesto que todos, también los adolescentes, somos lo suficientemente maduros para decidir por nosotros mismos y para controlar la vorágine de estímulos con los que la sociedad del consumo nos bombardea a cada instante. Pero no es cierto. Es imposible educar una libertad que se haga cargo de tantos y tantos reclamos. Los estímulos van muy por delante de nuestra capacidad de discernimiento.
En el fondo de todo, hay un interés claro por parte del mercado: el consumo por encima de todo, sin importar las consecuencias. El capitalismo está venciendo como nunca, un tipo de sociedad burguesa que busca la satisfacción egoísta de unos deseos que no acaban.
¡Nos quedamos sin jóvenes! decía una madre hace muchos años ante la muerte de su hijo, junto con otros dos amigos, cuando volvían de una fiesta nocturna.
No podemos ponerle puertas al campo decían nuestros mayores. No podemos abrir las compuertas de una presa y pretender, más tarde, encauzar unas aguas que nos desbordan. No podemos encender un fuego y suponer que seremos capaces de controlarlo para que no haya nada que se queme alrededor.
¿Cuántas muertes hacen falta decía ya Bob Dylan en su famosa canción para que abramos los ojos? ¿Cuánto sufrimiento es necesario para que nos detengamos a discernir nuestros caminos?
No podemos solo atacar las consecuencias: debemos atrevernos a ir a las causas de los males que cada día nos visitan.
¿No habrá otra forma de vivir? ¿No existirán otras sendas para la felicidad? Necesitamos personas que piensen con hondura y hagan propuestas con valentía. Necesitamos jóvenes y mayores que nos muestren otros estilos cuyas consecuencias no sean la muerte y el dolor.
Hoy celebramos la Jornada de responsabilidad en el Tráfico. La responsabilidad no se puede imponer desde las leyes: hace falta algo más. Necesitamos educación profunda y modelos que abran nuevos horizontes.
Manuel Pérez Tendero