¿Quién tiene la capacidad de ver el futuro? Los profetas bíblicos, a menudo, atisban unas consecuencias desastrosas para un calamitoso presente y, por ello, llaman al cambio a sus contemporáneos. No son videntes del futuro, sino centinelas del presente y sus consecuencias. No hace falta ser adivinos para sospechar la cosecha de nuestras siembras erradas.
Muy distinto nos iría si, como dice san Ignacio, tomáramos las decisiones sabiendo adelantarnos a sus consecuencias.
Pero, muy a menudo, los profetas bíblicos no solo no ven el futuro, sino que tampoco entienden el presente. A menudo, la profecía se convierte en interrogante más que en respuesta. El gran Jeremías le planteaba a Dios un problema de justicia histórica: “¿Por qué le va bien a los malos y los justos fracasan?”
Una pregunta parecida se hace otro profeta, menor, mucho menos conocido. Su nombre es Habacuc. Su profecía no es tanto palabra directa de Dios a los hombres, sino palabra muy humana dirigida a Dios, oración en medio de la niebla, grito en el corazón del desconcierto: “¿Por qué? ¿Hasta cuándo?”
La primera respuesta que Dios da al profeta es que mire a la historia: en sus contradicciones aparentes el Señor de todos está llevando adelante su justicia. El hombre ve la palabra y el instante, Dios controla el discurso y la historia. El profeta se esfuerza por comprender, desde las claves de Dios, para ayudar a sus contemporáneos también a comprender, a situarse con sentido entre las olas de los días y el temor de lo desconocido.
Pero no siempre el profeta sabe ver al instante. Junto al discernimiento es necesaria la espera, la paciencia, la fe. Habacuc nos ha regalado el texto más famoso del Antiguo Testamento sobre la fe: “Mi justo vivirá por la fe”. Cuando no acabamos de ver la justicia en la historia, la tentación primera es el orgullo de quien todo lo juzga desde su corta visión; pero Dios nos llama a la paciencia, la fidelidad, la sabiduría del tiempo.
Por eso, Habacuc se sabe centinela, despierto vigía que sabe subirse a la atalaya y ver más allá y más hondo. El presente, aislado, nos llena de vanagloria o nos hunde; pero ninguna de ambas cosas es real ni es duradera. La continuidad nos equilibra, la paciencia nos construye.
El justo, a menudo, se ve tentado por la injusticia exterior: “¿Merece la pena esforzarse por la virtud cuando la sociedad va por otro camino? ¿Merece la pena, si no parece servir para nada? ¿No es Dios mismo quien no parece sostener los esfuerzos del justo?”
La justicia es imposible si no está sostenida por la fe. El esfuerzo y la virtud se desvanecen si no caminan de la mano de la fidelidad. Una justicia sostenida es la clave del futuro del hombre y la sociedad.
La fe es aguante y es también confianza. No es posible la justicia si no somos capaces de creer en la novedad que nos llega de fuera, en las fuerzas del bien que pueden actuar más allá de mis propias energías. La fe es seguridad en la providencia de Dios que no abandona la historia.
Es más, sin confianza no habría aguante, sin esperanza no habría fidelidad; tarde o temprano, el cansancio derrotaría nuestras mejores intenciones.
Subirse a la atalaya y mirar el horizonte; saber que llega, como siempre ha llegado, la irrupción de Dios a nuestros días. A él le interesan nuestras vidas: esta es la mayor certeza de los profetas. Su poder sostiene nuestros esfuerzos, su misericordia da sentido a nuestra confianza.
El sol amanece cada día y llena de luz nuestro paisaje. También el Sol de nuestras vidas, tarde o temprano, trae la luz a nuestras tinieblas.
Manuel Pérez Tendero