Creo que existen cerca de cuatro mil islas en Japón. En Tacaxima, un islote deshabitado de la zona de Omura, el jueves, uno de junio, tres hombres son decapitados. Uno de ellos era manchego. Hace ahora cuatrocientos años.
Fernando de Ayala nació en la villa de Ballesteros de Calatrava, en el corazón de una familia de apellido y pasado noble, pero de presente campesino. El niño queda huérfano y debe marchar con un tío suyo a Marchena. Allí, decide consagrarse a Jesucristo e ingresa en los agustinos de Montilla. Para poder entregarse mejor, es enviado a estudiar a la universidad de Alcalá de Henares, y empieza a ensayar como profesor de filosofía y teología. Pero llegan noticias enjundiosas desde Filipinas: hacen falta misioneros para trabajar tanta mies recientemente sembrada.
La entrega religiosa se convierte en camino misionero. Fernando se embarca para Méjico. Desde allí, partirá para Filipinas.
Antes, Fernando deja Alcalá y se dirige a Ballesteros: quiere despedirse y dejarlo todo aquí, también su apellido: será, a partir de entonces, fray Fernando de san José.
Cuando esté a punto de morir, este agustino inquieto se preguntará mucho por los motivos. Supongo que también analizaría sus motivos en aquel momento de su juventud: ¿por qué dejar su patria y su futuro para embarcarse hacia la aventura y lo desconocido? ¿Por qué despedirse para siempre de todo lo que conocía y le había hecho feliz?
En Filipinas, los misioneros intuyen, como ya san Pablo supo ver en su época, que hacía falta seguir extendiendo la semilla de la palabra, había que sembrar en terreno virgen, donde no se conociera el Evangelio. Por eso, los agustinos envían misioneros a Japón. Imperio antiguo y rico, con inicios prometedores para el cristianismo, pero lleno de persecuciones.
Fernando de Ayala se mantiene firme cuando arrecia la persecución, se queda solo en Nagasaki como agustino, disfrazado para pasar inadvertido.
Unos misioneros son asesinados cerca, en Omura. Los cristianos de allá se quedan desatendidos; muchos de ellos, que habían apostatado, quieren confesar y volver a ser admitidos en la Iglesia; hacen falta sacerdotes. Fernando se siente llamado a marchar a Omura, pero hay que ser sensatos: ¿merece la pena? ¿No es encaminarse a una muerte segura?
En aquella primavera, hace ahora cuatrocientos años, en plena festividad del Corpus, Fernando y un compañero ven clara la voluntad de Dios: deben ir a Omura, para servir a los cristianos, arrostrando cualquier dificultad.
¿Los motivos? Dos, principalmente: la obediencia y el testimonio; él mismo lo ha dejado escrito en una carta a sus hermanos de Filipinas. Su compañero ejerce de superior y lo tiene claro; Fernando se fía de la obediencia. Por otro lado, nos dice él mismo, se trata de acompañar a los cristianos japoneses perseguidos, que no puedan pensar que los padres predican una fe firme que pone a Dios por encima de todo para, después, salir corriendo cuando llega la dificultad.
Siglos más tarde dirá algo muy parecido otro mártir, que no era manchego pero que murió en La Mancha: Narciso Estenaga. No quiso marcharse cuando llegaba la persecución: quería estar con sus ovejas cuando el lobo se acercaba.
Sellar con la vida lo que se predica, actuar con la confianza plena de quien predica la prioridad de la fe, no temer a la muerte cuando se ha dejado todo por servir. La entrega de Fernando no fue sino la meta de toda su vida, el fruto que había ido sembrando con todas sus siembras.
“¿Por qué a mí esta gracia?”, se pregunta en una ultimísima carta en la misma playa en que fue ejecutado. Solo encuentra una respuesta, como en la parábola de Jesús: el Dueño hace con lo suyo lo que quiere.
Manuel Pérez Tendero