Subieron a un monte alto. Su rostro se llenó de luz y sus vestidos resplandecían, transmitiendo el fulgor interno que brotaba de un cuerpo como el sol. ¿Qué impresión causó esta visión en los tres escogidos que subieron a la montaña con él?
Pero aún hubo más. Se aparecieron dos personajes clave de las antiguas Escrituras: Moisés, el fundador y legislador, junto a Elías, el profeta. La Escritura hablando con la Palabra, los antiguos profetas conversando con el Mesías: ¿podía haber mayor privilegio para los tres pescadores del lago de Galilea?
Pero aún hubo más. Llegaron la nube y el trueno. Como en los tiempos primeros, Dios se hacía presente con toda su grandeza y pronunciaba su palabra. Ya no eran ni Moisés ni Elías, no eran la Ley ni los profetas, no se trataba de las Escrituras, sino de la misma voz viva del Todopoderoso.
No sabemos lo que dijeron Moisés y Elías, no sabemos lo que les dijo Jesús. Pero sí se nos dice lo que dijo la voz, y sabemos quiénes eran sus destinatarios: los tres escogidos y, junto a ellos, nosotros, lectores creyentes que, gracias al Evangelio, somos subidos al monte y podemos hacernos presentes en la misma escena del Tabor.
La voz dice de forma muy clara: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.
Tenemos una doble reacción de los discípulos en el relato. Ante los primeros acontecimientos, la transfiguración y la presencia de los personajes de las Escrituras, Pedro responde con agradecimiento y propone construir tres tiendas, como signo de encuentro con la divinidad. Se está a gusto con Jesús y las Escrituras, existen deseos de permanecer para aquellos que han descubierto su belleza.
Pero la propuesta de Pedro no obtiene respuesta: la nube y la voz interrumpen su discurso. Llega, entonces, la segunda reacción de aquellos espectadores privilegiados: caen de bruces, llenos de espanto.
Cuando Dios en persona irrumpe en nuestras vidas, no siempre es gusto lo que produce de inmediato, sino sentimientos de pequeñez y desbordamiento ante el misterio. ¿Quién se ha revelado en la nube y la voz?
Es Dios quien habla, claramente, pero nos habla de Jesús, el que hablaba con las Escrituras, el que irradia luz desde su carne ungida. Dios se revela diciéndonos quién es Jesús. Afirmándolo como Hijo, el Todopoderoso se nos descubre como Padre. Dios existe frente al Hijo: “Este es el amado, en quien me complazco”. Ser Dios consiste en amar a Jesús.
Sin el Hijo, es imposible conocer al Padre. Sin el Padre que lo ama, es imposible comprender el misterio del Hijo. Mirando a Jesús conocemos al Padre; escuchando a Dios conocemos al Hijo. Porque el ser es comunión, porque Dios es amor, porque la razón es relación.
También nosotros podemos conocernos cuando alguien nos llama y nos ama, y pronuncia nuestros nombres. Cuando salimos de nosotros mismos para afirmar al otro, para buscar su rostro o para levantar su dolor, entonces vamos conociendo quiénes somos. Solo conoce quien se relaciona, solo comprende quien ama, solo se hace sabio quien sale de sí mismo.
Produce resplandor aquel cuerpo que está en diálogo con los demás y está habitado por el amor de Dios. Se transfigura y se llena de belleza quien vive de la palabra y del amor, quien habla y es querido. No somos nada si la palabra no nos habita, si el amor no nos transfigura. No somos nada sin los demás, sin Dios.
¿Qué debemos hacer? La visión del Tabor acaba en un mandato: “¡Escuchadle!” Dios nos habla para que escuchemos a Jesús, en sus palabras está la clave para seguir comprendiendo. Dios nos habla en las palabras de Jesús, porque él es la Palabra en persona.
El antiguo Israel había recibido un mandato: “¡Escucha, Israel…!” Ahora, los hijos de Israel, también son llamados a escuchar. Pero, ahora, lo que más importa no es tanto el contenido sino a quién se debe escuchar: la Palabra de Dios se ha hecho carne en los labios de Jesús.
Manuel Pérez Tendero