Recuerdo aquel chiste malo que decía cómo un hombre llevaba un yunque por el desierto. ¿Para qué? Él lo tenía muy claro: por si se presentaba un león u otra fiera, al soltarlo quedaría libre para correr más rápido…
En la vida, nos vamos cargando de yunques y los vamos portando por el desierto de nuestros caminos. ¿Su utilidad? Quizá no tengamos mejor respuesta que la del hombre del chiste.
La libertad tiene que ver con la soltura, con la ligereza, con la falta de peso, con la agilidad. El peso esclaviza; los bolsillos llenos nos impiden avanzar más deprisa.
Jesús de Nazaret también fue maestro clarividente de libertad. Antes de marchar, dejó a sus discípulos en atenta espera de la plenitud del Reino. Para ello, debían estar vigilantes, preparados, libres; aunque tardara en llegar el día definitivo. La rutina aparta nuestra mirada de lo que realmente importa y nos hace buscar otras ocupaciones para llenar nuestro vacío.
“Tened cuidado con el vicio, la bebida y los agobios de la vida” dice Jesús de forma explícita y clara a los suyos. Estas cosas “llenan de peso el corazón” y deja de esperar.
La bebida es un tema importante para la literatura sapiencial de la Biblia. El vino es incompatible con la responsabilidad, con el justo gobierno, con una vida sabia y despierta. El vino ha estropeado muchas vidas y, por ello, los maestros de sabiduría instruyen a sus discípulos para ser libres frente a la bebida.
El “vicio” –solo san Lucas usa esta palabra en el Nuevo Testamento– tiene que ver con el vino y sus adicciones acompañantes. Es un estilo que nos es bien conocido en el mundo grecorromano de la época en la que vivió Jesús.
Este estilo hace imposible la esperanza; y también viceversa: cuando no hay esperanza, ¿cómo escapar a la tentación de este estilo?
Jesús previene a sus discípulos ante un tercer peligro: las “preocupaciones de la vida”; estas preocupaciones no tienen por qué ser negativas. De hecho, san Pablo habla de su gran “preocupación por todas las Iglesias”. Y san Pedro invita a los cristianos a confiar en Dios y poner en sus manos todas nuestras preocupaciones.
Pero la mejor preocupación se convierte en agobio que hace pesado el corazón cuando se multiplica. Hasta los bienes se nos pueden convertir en males cuando nuestra vida no tiene tiempo para gestionar tantos compromisos. Somos, fundamentalmente, ricos, por eso no tenemos tiempo. Creo que ahí está la causa principal de nuestros agobios, de nuestra vida convertida toda ella en agobio continuo. Se multiplican las posibilidades de nuestro ocio, nuestras obligaciones sociales. También sucede esto en el ámbito religioso: el último power-point, la homilía diaria de una página web, la reflexión grabada de un gran comunicador,… Parece que hay muchos que tienen tiempo para disfrutarlo y re-enviarlo. ¿Puede el corazón seguir el ritmo de nuestra vida? Creo que la profundidad está reñida con la prisa y la multiplicidad. Ya decían nuestros abuelos: “Quien mucho abarca poco aprieta”.
En la parábola del sembrador, la tercera semilla cayó en tierra buena, pero estaba llena de espinos. Los espinos son, precisamente, “los agobios de la vida y las riquezas” que, a la larga, secan la espiga y la vuelven infecunda. Había brotado, estaba creciendo… pero se ha secado, ahogada por tanto agobio que apretaba.
Llega el Adviento, se acerca la Navidad. ¿No será, de nuevo, un tiempo para fiestas y bebidas? ¿Seguiremos multiplicando las riquezas de nuestra vida, también las “espirituales”?
¿No debería ser tiempo, más bien, de austeridad, al menos para los creyentes? Austeridad, también en nuestras comunicaciones, en nuestros mejores compromisos. Sin cierta pobreza no puede haber libertad. Ni espera.
Manuel Pérez Tendero