Necesitamos signos. Para comprender lo que vivimos; para atisbar puertas de esperanza más allá de las estrecheces de un estilo de bienestar sin rumbo que, a menudo, nos agobia.
El primero de los signos de Jesús lo realizó en Caná, una ciudad muy cercana a Nazaret. El milagro de las bodas de Caná fue un signo, no un mero gesto del poder de Jesús. Un signo de su persona y de su misión: él ha venido a repartir un vino nuevo porque se anuncia una nueva alianza, ha venido a ser esposo de la humanidad, a amar definitivamente nuestra historia y vincularse al hombre en un matrimonio fiel y duradero.
El milagro de las bodas de Caná creo que es también un signo de nuestra propia historia actual. A nuestros matrimonios les falta vino; a nuestras relaciones. No precisamente el vino físico y el alcohol. Les falta el vino del amor primero, del amor genuino y duradero. El amor está un poco avinagrado, se ha reducido y limitado por no querer asumir las consecuencias, bellas y duras, que lleva consigo.
En el corazón de Caná aparece María, la madre, como intercesora. Es ella la que se da cuenta de la falta de vino y, después, solicita la intervención de su hijo. Esto es lo primero que necesitamos: personas con sensibilidad que se den cuenta de la falta del verdadero vino en nuestras relaciones. A menudo, sustituido por numerosos sucedáneos, no echamos en falta el vino en nuestras vidas: nos conformamos con otras bebidas, con relaciones que no se basan en el amor. A menudo, es difícil ver lo evidente: la ruptura como signo de nuestros tiempos, el desamor como realidad ante la que nos obligan a resignarnos.
La mirada limpia de la madre –de aquella que sabe lo que es el amor– se da cuenta de que nuestras fiestas se han aguado y las bodas han perdido su alegría.
Además de saber ver el problema, María también sabe dónde está la verdadera solución: en la presencia de su hijo. Él no ha venido solamente a curar enfermedades o a decir que nos amemos: ha venido a sanar el amor, a reconstruir nuestras relaciones, a repartir un vino de alegría que restaure nuestras fiestas y haga posible la fidelidad en la alegría. Amado del Padre, ha venido a ser Amante de nuestra realidad creada. Hijo eterno, ha venido a ser Esposo de los que vivimos en el tiempo.
María nos invita a que invitemos a su hijo a nuestras fiestas. Invitado a nuestras relaciones, nos ofrece su vino, su amor, su entrega, su alegría.
Con el signo de Caná, Jesús manifiesta su gloria. Es decir, no tanto su poder, sino su amor, lo que quiere ser para nosotros. Se manifiesta como fuente de vino. Más tarde, aparecerá como manantial de aguas vivas. Se ha acercado a nuestra realidad para llamarnos al amor y restaurar nuestros amores.
Cuando la fuente del amor habita en nuestro hogar es posible el perdón y la superación de las dificultades del amor. Cuando evangelizamos nuestras relaciones, cuando las vivimos con Cristo dentro, el vino no se termina: envejece y se añeja ganando calidad.
En nuestros amores, suele ser más atractivo el amor de enamoramiento, los inicios, con la magia de entrar en lo desconocido. Gracias a Cristo, el mejor vino llega después: el amor de fidelidad, sobrecogido ante el misterio del otro que nunca acaba.
Desde siempre, Dios necesitó del amor humano para manifestar la realidad de lo que él es, para significar sus deseos de alianza con el hombre. Desde siempre –quizá ahora como nunca–, nuestro amor necesita a Dios. El río necesita su fuente para seguir corriendo, fresco y fecundo, por los campos de nuestra historia.
Como en Caná, María mira nuestra realidad y nos trae a Cristo para que realice el milagro más grande que necesitamos: sanar en lo más hondo lo que somos: relación.
MANUEL PÉREZ TENDERO