Entre el bullicio de toda la gente que compraba, un grupo de familias recorría ayer las calles de nuestra capital. Participaban en el Encuentro Diocesano de Familias. Los talleres, las migas, el Rosario, la Eucaristía Jubilar en la catedral y otras actividades llenaron el día de este grupo que supo vencer la rutina de los días y el frío de la niebla para celebrar el mayor regalo que han recibido: el amor familiar.
La razón es que este domingo de Navidad la Iglesia celebra el misterio de la Sagrada Familia de Nazaret.
Desde los comienzos del cristianismo, la familia ha sido valorada como verdadera “Iglesia doméstica”, núcleo fundamental de la sociedad y la comunidad eclesial. Muchos textos, sobre todo de las cartas paulinas, dedican espacio a reflexionar y exhortar a la construcción gozosa del hogar familiar.
En su carta a los cristianos de Colosas –en la actual Turquía–, san Pablo apunta algunos rasgos de la verdadera familia cristiana. Subrayo cinco de ellos.
La misericordia entrañable: un amor que brota de dentro, de las vísceras, de nuestras raíces espirituales y corporales. Un amor que no depende de los vaivenes del tiempo o de nuestros estados de ánimo. Solo este amor profundo, que nos toca los huesos y las entrañas, puede tener futuro y construir familia a pesar de tanta cultura de la división como estamos recibiendo.
El perdón. Si la experiencia de Cristo es una experiencia de redención, de haber sido perdonados por Dios, no podemos sino extender este perdón recibido a las personas que nos rodean. Ceder por amor al otro, superar las ofensas: no hay fidelidad en el amor sin perdón. El amor es siempre reconstrucción, sanación.
La paz. “Cristo es nuestra paz” proclamamos los creyentes. Él ha roto todos los muros, ha superado todas las divisiones. ¡Cuánta violencia se acumula en nuestro tiempo! Lejana y cercana, de obra y de palabra. La paz de Cristo ha de ser el “árbitro del corazón” dice san Pablo. ¡Ojalá supiéramos discernir todo lo que nos llega desde el criterio de la paz! ¡Ojalá aprendiéramos a rechazar todo lo que nos es propuesto con violencia y bajo el signo del enfrentamiento! La paz no es solo un deseo sincero de ausencia de guerra y silencio de las armas en tierras lejanas: es también actitud cotidiana en nuestra forma de hablar y construir la sociedad.
El agradecimiento. Es la actitud de quien sabe gustar la esencia del amor. Una sociedad de exigentes será siempre una sociedad triste y dialéctica, incapaz de construir vínculos. Saber ver el esfuerzo del otro hacia mí. Nada surge por generación espontánea: el bien que recibimos lleva detrás un esfuerzo por parte de muchas personas. Cuando no sabemos reconocer esta bella historia que está detrás de todos nuestros bienes, nos hacemos exigentes y desagradecidos, con un egoísmo que nos hace incapaces para amar. Lo más importante no lo merecemos. Lo que más felices nos hace es siempre regalo inesperado. La mayor sonrisa brota siempre de una actitud agradecida.
La oración. Una familia cristiana vive bajo la sombra misericordiosa del amor del Padre. Jesús de Nazaret no nació para traernos un conjunto de normas éticas ni para establecer un culto religioso: vino a revelarnos el rostro del Padre, a abrirnos la puerta a su propia familia. Rezar es saber quiénes somos: de dónde venimos y a dónde nos dirigimos. Rezar es saber que la providencia nos acompaña en cada paso de la vida.
La oración es escucha del amor y la palabra de Dios. Es canto agradecido. Es intercesión por los demás, acercando sus sufrimientos al corazón del Padre. No hay vida cristiana sin oración. No hay Navidad sin oración.
Porque la Navidad es llamada de un Padre a sus hijos, invitación a una comunión. Él nos convoca en el pesebre, en las cercanías de un niño pequeño nacido de María, para rodearnos con su ternura. En familia, más allá de la soledad de nuestros proyectos, el Misterio de Belén nos espera para construir todo el Año Nuevo desde las claves de la Misericordia.
Manuel Pérez Tendero