Siendo aún un muchacho, sin mucha capacidad oratoria, un hombre del pueblo de Anatot fue llamado por Dios para ser profeta. Jeremías era su nombre. Tal vez sea el profeta que más se resistió a la llamada de Dios, sobre todo cuando la situación de su país iba empeorando según avanzaban los años.
En los días de su juventud, cuando inauguraba su misión de profeta, parecía que las cosas iban mejor. El imperio opresor, Asiria, estaba en horas bajas, asistiendo ya al final de sus largos días de conquistas y muertes. Un rey joven entronizado en Jerusalén, Josías, tenía margen para poder reinar con cierta independencia de los asirios y recuperar las tradiciones religiosas del pueblo. Se atrevió incluso a extender sus dominios hacia el norte, los territorios antiguos del reino hermano de Samaría, que había sido destruido por Asiria.
Parecían llegados los años de la restauración, con el esplendor de un nuevo David que unificara a todo el pueblo en torno al templo de Jerusalén y la alianza con el Dios de Moisés.
Jeremías participa de esta esperanza. Los hermanos israelitas del norte, dispersados por el imperio, podrán regresar al hogar para formar parte del pueblo elegido, en la tierra elegida, bajo el rey elegido.
Jeremías es joven y sueña. Dios tiene poder para hacer regresar a los dispersos.
¿Cómo leer estas palabras del profeta en la actualidad? Tal vez con la misma ingenuidad de Jeremías, podríamos pensar también en nuestros hermanos dispersos que han sido vencidos por el imperio. Hay muchos miembros del pueblo elegido, bautizados como nosotros, que ya no están con nosotros. Viven, dispersos, en medio del imperio y los poderes del mundo. No se acercan al templo, no rezan con nosotros, no cantan alabanzas con nosotros al Dios que nos eligió. Separados hace tiempo, como Samaría, van perdiendo ahora su identidad y sus raíces. El primer paso fue el cisma, la separación; el segundo, la dispersión; más tarde, la desaparición.
¿Podríamos soñar como Jeremías desde la ingenuidad de la fe? ¿Podremos ser como niños y creer en la fuerza de un Padre que todo lo puede? ¿Hará volver a los hermanos?
En tiempos de Jeremías, no se cumplió exactamente su sueño. El imperio asirio cayó, pero le sobrevino otro igualmente cruel: Babilonia. Es más, el nuevo imperio hizo sucumbir, no solo a los alejados, sino también a los que aún quedaban, fieles, en Jerusalén.
Pero las palabras de esperanza del profeta no fueron olvidadas, sino ampliadas y puestas por escrito. Quien ahora debe regresar no es solo un resto de la tribu de Efraím, sino todo Israel, todo el pueblo. Dios sigue siendo poderoso; ningún imperio, ninguna derrota pueden poner límite a su capacidad de sanación y restauración.
Volver al hogar, a la tierra prometida, en torno al templo, alrededor del fuego paterno que nos da calor y luz, y nos construye en familia. Fue el sueño de Jeremías que, puesto por escrito, se ha convertido en palabra de Dios para nosotros. Su sueño es nuestro, su palabra confiada alimenta nuestra esperanza. Dios lo puede, él puede reconstruir nuestra familia, nuestras comunidades dispersas, nuestra fe que se diluye.
Tal vez, para hacerlo sea necesario que cure nuestras cegueras, como hizo Jesús a las puertas de Jericó. Es necesario abrir los ojos, nos hemos acostumbrado a no ver y la ceguera nos ha inmovilizado en nuestras seguridades.
Pero Jesús pasa, sigue pasando, y nos llama. Quiere que saltemos a su encuentro y le sigamos. Él ha salido a la dispersión para seducir a los dispersos y retornarlos, de su mano, a Jerusalén, al hogar, a la familia de los hijos, a la que siempre fue nuestra tierra.
El ciego de Jericó, tras recuperar la vista, se puso en camino, detrás de Jesús, hacia Jerusalén. Tal vez todos conozcamos a alguna persona que ha vuelto a ver y que se dirige, alegre, a la Jerusalén restaurada.
Manuel Pérez Tendero