Con dos ejemplos muy cotidianos expresa Jesús de Nazaret a sus discípulos la posición que desea para ellos en medio de la historia: “Vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo”.
La gran traición estaría en volverse sosos o en ocultarse. El discípulo no puede destruir su vinculación al Maestro, no puede perder el sabor: su presencia no ayudaría nada a los demás, sería masa en medio de la masa, no fermento ni sal.
Por otro lado, tampoco puede esconderse en una religiosidad privada y cómoda, construida con devociones personales que tienen como meta única la salvación individual.
La luz debe brillar, debe ser puesta en el candelero; no para ganar protagonismo, sino para iluminar a los demás.
En su última exhortación apostólica Amoris Laetitia, el papa Francisco pide a los matrimonios cristianos que pinten el gris del espacio público del color de la fraternidad. ¡La misión como obra de arte de un pintor que todo lo llena de belleza!
El jesuita Marko Rupnik, en su libro Los colores de la luz, habla precisamente de esa relación teológica y humana entre la luz y el color. La luz pertenece a Dios: él es la fuente de la vida y de la belleza. El hombre se encamina hacia la luz definitiva y es guiado por la luz en su camino; pero, en esta historia hacia la luz, podemos gustar por anticipado su belleza y luminosidad desde el mundo de los colores. Ellos son irradiación de la luz, componentes de la claridad plena.
La misión de los matrimonios, dice el papa, es pintar este mundo con los colores que brotan de la luz. La belleza que manifiesta la variedad de los colores brota de su procedencia de la luz, como el creyente que es sal sin desvirtuar, discípulo arraigado en su Maestro. El color no es nada sin luz, como el creyente no aporta nada sin su Señor.
Desde el futuro y desde arriba, desde lo más hondo, recibimos la belleza y la fuerza para que nuestros colores animen el mundo y lo llenen de matices.
Muchos colores porque muchos somos los llamados a ser testigos de la luz. Solo Dios es luz completa y belleza fontal; los demás expresamos un matiz, una dimensión. Por eso necesitamos la luz y nos necesitamos unos a otros. Las diferencias no son obstáculo, sino potencial para la belleza y la misión. Una de las claves de la obra de arte está en la armonía de los colores: una de las claves de la misión está en la armonía de los discípulos y sus tonos diversos.
De dos en dos enviaba Jesús a sus discípulos; dos son también el matrimonio; comunidad somos los que estamos llamados a evangelizar nuestro mundo. Sin parroquia, sin movimientos, sin comunidad, sin familia, sin colores que se integran de forma armoniosa, no existe la misión.
A veces, por afán arqueológico y museístico, nuestras iglesias van perdiendo sus colores originales, apenas quedan restos de la policromía que un día embellecía los muros de nuestros templos.
Esperemos que esta pobreza no sea un signo de la falta de color humano en las comunidades que habitan esos templos; que el afán arqueológico sea solamente una moda pasajera de los expertos en arte, pero no un estilo en los discípulos de la Luz. Si perdemos el color en nuestras celebraciones, en nuestra fe, ¿cómo podremos pintar el mundo con los colores de Dios?
El color es fuente de alegría, de belleza que nos llega al alma y enriquece nuestra mirada y nuestra memoria. ¿Cómo transmitir la alegría del Evangelio sin color? ¿Cómo dar sabor al mundo si la sal se vuelve sosa?
Transmisores de belleza, testigos de la luz: esa es la tarea que Jesús ha querido para sus discípulos.
Manuel Pérez Tendero