Los buenos fotógrafos saben encontrar la luz adecuada para captar imágenes llenas de belleza. Lo mismo hacen los grandes pintores; dicen que Velázquez era un maestro en la búsqueda de la luz, quizá influido por la luminosidad de Sevilla.
Los iconógrafos, “escritores de imágenes”, pintores de iconos, han intentado también llenar sus dibujos de una luz especial. Solo que en los iconos no existe estudio de la luz, ni perspectiva que sirva de foco para toda la imagen: la luz brota desde dentro en el icono, lo llena todo, no hay sombras. Porque no es esta luz nuestra la que ilumina las imágenes religiosas de Oriente: ellos buscan expresar otra luz, la luz de Dios, la luz de la resurrección, la luz del futuro, la luz interior.
Es la “luz del Tabor”, esa que los tres discípulos contemplaron en el rostro y los vestidos de Jesús. La luz es la clave de la belleza, también de la vida. Es la clave de la alegría, la que tiñe la vida de esperanza y hace posible caminar. Un “rostro iluminado” nos llega al alma y nos invita a creer. La luz más hermosa que hace brillar nuestro rostro brota siempre de dentro, de un corazón que ha sido tocado por el amor. Esa es la luz del Tabor, la luz de Jesús: brota de su ser, de la presencia del Padre en él, del amor en plenitud que recorre toda su carne de Hijo.
La Iglesia fue fundada por un carpintero que acabó sus días ajusticiado en una cruz: ¿Cómo pudo ser que naciera de ahí un grupo de discípulos que se extendió por todo el mundo? ¿Qué tenía ese carpintero, qué misterio encerraba su condena? ¿Qué vieron en él los que le creyeron? ¿Qué es la fe? Saber ver la luz más profunda que envolvía su carne galilea. Su luz llenó de color la vida de aquellos primeros discípulos, y sigue llenando de matices nuestras vidas de creyentes.
Creer es ver, es dejar que la luz del amor original abra nuestros ojos para descubrir la verdad. Algún día, nuestros cuerpos serán transparencia de nuestra intimidad más profunda; hoy, todavía esconden más que manifiestan, son opacos y viven a menudo en ruptura con nuestro propio yo. En Jesús, en cambio, su cuerpo es transparencia de Dios: eso es lo que vieron los discípulos que subieron al monte con él.
La Iglesia ha creído ver en el Tabor, no solo la belleza de Jesús, la luz que lo manifiesta como es, sino también una profecía de lo que han de ser sus discípulos. Ver al transfigurado para ser transfigurados; subir al monte, no solo para ver, sino para ser, para participar. Por nuestros ojos –también por el oído–, la luz del Espíritu puede penetrar en todo nuestro cuerpo y convertirlo en transparencia de la belleza primera, en anuncio de carne definitiva libre de corrupción.
Creer es ser transformados; la fe es un proceso de embellecimiento que nos configura desde dentro, desde el corazón, desde la persona, desde el amor. Creer es brillar, pero no con luz propia ni con gloria que nos llena de presunción, sino con la humilde claridad de quien se sabe amado y sonríe agradecido.
La luz pasa de su rostro al nuestro, de sus vestidos a nuestra forma de estar en el mundo; su luz brilla en nuestros cuerpos de creyentes. Y lo hace para que la dinámica de la transfiguración se extienda aún más, a todos. La luz del Tabor se convierte en misión: transfigurados para que el mundo sea transfigurado. El mundo fue creado para expresar la belleza y la bondad de su Creador; el hombre fue creado para sonreír con todo su ser por la cercanía amiga de Dios, para ser feliz desde el amor que no cesa.
En Cuaresma, como Pedro, Santiago y Juan, somos llamados a subir al Tabor. Primero, para aprender a ver, para encontrar toda la belleza en su rostro; en segundo lugar, para ser transformados, para revestir nuestros cuerpos de su luz; y, por fin, para llevarle al mundo esta luz que lo cambia todo.
Desde el Tabor, podemos ver el presente de Dios y el futuro del mundo, nuestro futuro; por eso, no tenemos más remedio que sonreír de esperanza.
Manuel Pérez Tendero