Mudanzas

Conozco a muchas personas que, durante el verano, tienen que hacer mudanza. Este año, también me ha tocado a mí.

La primera imagen que viene a mi memoria es la del patriarca Abraham, que fue llamado por Dios para salir de su tierra y marchar hacia una tierra incierta y lejana, habitada por los cananeos. Más tarde, cuando el marido de Sara llega a la tierra prometida, tiene que recorrerla sin poseerla, habitando como extranjero en la meta de su camino. Nómada entre ciudades muy desarrolladas, Abraham no deja de caminar con todo lo suyo.

De esta forma, va aprendiendo, ante todo, que la vida entera es un camino que no acaba en una doble dirección.

Primero, porque nuestro camino prepara las metas de otros que nos sucederán: Abraham recibe la promesa, pero solo será cumplida más tarde, en sus descendientes. Y será cumplida, no de forma absoluta y plena, sino en una relación dialéctica con el Dios de la alianza, con la Ley como condición de la posesión.

Siempre que hacemos camino ayudamos a otros que nos sucederán. De la misma manera que también nosotros hemos habitado lugares que otros han preparado y enriquecido con su presencia. Aunque no seamos padres, todos tenemos descendencia humana que pisará nuestros pasos: estamos unidos en el tiempo en una comunión preciosa, incluso con aquellos que no hemos conocido y con aquellos que llegarán sin conocernos. La sucesión es un misterio que nos habla del misterio del Eterno que se muestra en el tiempo.

El ser humano, lo quiera o no, nunca finaliza del todo sus tareas, nunca habita un lugar de forma definitiva: somos nómadas del espacio porque somos nómadas del tiempo. Somos criaturas: nómadas de la gracia de Dios que nos ha regalado la vida.

Por eso, en segundo lugar, el camino de Abraham nos recuerda que nuestro camino está siempre abierto porque la meta no está en ningún sitio palpable. Como no podemos ver ni controlar nuestra tierra prometida definitiva, muchos piensan que no existe, o que se reduce a un rincón de tumba, o a las cenizas dispersas que se unen con el todo en un acto de romanticismo final sin futuro.

Pero no es eso lo que el pueblo de Israel supo aprender en su historia. No es eso lo que Dios-nómada-entre-nosotros nos transmitió en la tierra de Abraham. Somos caminantes sin meta definitiva como signo de que nuestra meta está en el que nos llama. “No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura”.

Pero esa meta no depende de nosotros: es pura gracia. Esa meta es definitiva: no está tocada por la provisionalidad y el sufrimiento. Por eso, tenemos que morir para recibirla.

Cuando nos falta esta doble perspectiva en nuestro camino y sus mudanzas, es posible que la nostalgia ahogue nuestra mirada al pasado y la decepción vaya habitando poco a poco el corazón.

Nuestra mirada al camino realizado quiere ser siempre eucarística. Es decir, agradecida ante todo. Un agradecimiento a Dios y a los demás: los de antes y los que vendrán, y también los que nos han acompañado.

Pero eucarística, también, porque todo lo vivido no queda guardado en ninguna “memoria externa”, tampoco en unas fotografías o en unas cuantas conexiones de neuronas cerebrales, o en recónditos rincones del afecto. Lo vivido, entregado, queda guardado eucarísticamente en la memoria de Dios. Solo así podremos recuperarlo, limpio y pleno, más allá del camino.

Allí recuperaremos, ante todo, la amistad que hemos sembrado, la amistad que nos ha sido regalada y que no depende de la casa ni de la ciudad; porque el hombre, hijo del buen Dios, trasciende todos los lugares y ama más allá de esta vida.

Agradecemos lo que dejamos atrás y confiamos en que todo lo bueno del pasado nos aguarda en el futuro.

Manuel Pérez Tendero