¿A quién no le gusta un ascenso? Aunque, físicamente, cuesta más subir que bajar, a todos nos atrae estar arriba, ascender, medrar, crecer, adelantar puestos.
La vida es, a menudo, una gran carrera en la que luchamos por adelantar a los demás. Existe la “carrera militar”, “la carrera política”, con sus respectivos ascensos; también se ha hablado siempre de la “carrera eclesiástica”.
Es más, consideramos que el poder es muy necesario para conseguir los mejores frutos de la vida. Pensamos que los problemas se arreglan mejor desde arriba que desde abajo, con medios que con impotencia. Incluso las ideologías que más hablan de los últimos y los perdedores buscan conseguir el poder para cambiar las cosas.
Este es el domingo de la Ascensión; también Jesús tuvo su propio “ascenso”, recibió todo el poder de parte de Dios. Pero es una ascensión un tanto especial, con tres características, al menos, que la distinguen de otras ascensiones.
Es una ascensión oculta, no deslumbrante, no es reivindicativa frente a los que lo humillaron en la vida y lo condujeron a la muerte. Su ascensión está al servicio, también, de sus propios enemigos. Es una ascensión a una nueva dimensión, es trascendente, religiosa, tiene que ver con esa realidad importante de la vida que es invisible a los ojos del utilitarismo inmediato; se sitúa, no en el mundo de las apariencias y lo pasajero, sino en la realidad de lo definitivo y profundo. Lo único visible de su ascensión es la cruz levantada y el sepulcro vacío, junto al testimonio de aquellos que lo amaron y, más allá de la traición, pregonan su victoria.
En segundo lugar, la ascensión de Jesús llega al final de su ministerio en la tierra, no al comienzo. De hecho, el evangelista san Mateo sitúa dos escenas en el monte completamente en paralelo: al principio, el diablo le ofrece a Jesús el poder sobre todos los reinos de la tierra para ejercer su misión como hijo de Dios; al final, Jesús crucificado vive y recibe de Dios todo el poder sobre cielos y tierra. Jesús rechazó, en el monte de los orígenes, la tentación del poder; al final, tras pasar por la cruz, recibe de Dios, en el monte de Galilea, la autoridad plena. El camino hacia arriba pasa por el descenso.
La misión de Jesús se ha desarrollado bajo el signo de la pequeñez, de la falta de poder. Jesús ha predicado y vivido con autoridad, pero fundamentado en el poder de otro, en su dependencia del Dios invisible que todo lo gobierna. El poder de Dios resplandece sobre el mundo en el camino de su profeta hacia la cruz.
Ahora, este profeta crucificado recibe todo el poder, pero no para seguir aquí y ajustar cuentas con el mundo, sino para sostener la misión de otros: sus apóstoles. De la misma manera que su misión se fundó en el poder oculto de Dios; ahora, la misión de la Iglesia debe fundarse en el poder oculto del Resucitado. En Jesús aprendemos que el poder no es la esencia de la misión, no es su estilo; más bien, la autoridad real y trascendente de otro es la que sostiene una misión que se desarrolla en debilidad.
En tercer lugar, la ascensión de Jesús es “primicia”. Jesús ya estaba arriba, a diferencia de lo que sucede con nosotros. Su ascensión es regreso, llega después de un descenso. ¿Qué sentido tiene este viaje de ida y vuelta? Jesús, el Hijo de Dios, ha descendido para experimentar el límite del hombre, sus gozos y sufrimientos. De esta manera, hecho hombre hasta la muerte, ha resucitado nuestra humanidad. Su ascensión es el comienzo de nuestra ascensión.
Bajó como Dios y, ahora, sube como hombre. Sube por nosotros, para que nosotros subamos. Su ascensión no es competitiva sino redentora, fraterna. Él es el amigo que ha bajado por amor y, desde lo más profundo, nos lleva consigo por amor.
Si su ascensión es primicia, sabemos bien que solo podemos ascender con él y con el deseo fraterno de que los demás suban con nosotros.
La ascensión verdadera nos llega bajo el signo del amor y solo puede ser acogida en la gratuidad. En la Ascensión de Jesús aprendemos a subir de una forma nueva, es pedagogía profunda para nuestros caminos y tareas.