Una de las enseñanzas más universales y aceptadas de Jesús de Nazaret son las Bienaventuranzas. Creo que no conozco a nadie que no las valore; pero tampoco sé si conozco a alguien que esté realmente convencido de su contenido y, menos aún, que esté dispuesto a vivirlas.
¿Qué son, exactamente, estas ocho afirmaciones paradójicas del sabio de Nazaret? ¿Son su programa de vida? ¿Son sus mandamientos, el correspondiente a la antigua ley de Moisés? ¿Jesús nos pide que “cumplamos” las bienaventuranzas?
Aunque son el comienzo del sermón del Monte, no creo que sean exactamente un conjunto de normas morales. Son más constatación que mandamiento, están formuladas en indicativo, no en imperativo. Jesús no dice exactamente: “Para ser felices, debéis hacer esto”. Además, están formuladas en tercera persona, a excepción de la novena, que parece un añadido para aplicar el conjunto a los discípulos oyentes. En las ocho bienaventuranzas, Jesús no habla a los pobres, mansos, limpios de corazón,… Habla sobre ellos a la muchedumbre y a los discípulos.
La primera palabra que Jesús usa en su mensaje, en línea con Juan Bautista y con los antiguos profetas, es “¡Convertíos!” ¿Cuál ha de ser el contenido de esta conversión que Jesús pide a sus oyentes?
La palabra hebrea que está debajo, shûb, implica un cambio físico en el cuerpo: darse la vuelta, cambiar de camino. Para el israelita, convertirse es mirar para otro lado, en la dirección de Dios; es iniciar un rumbo nuevo, un camino distinto, una conducta renovada.
Cuando la Biblia fue traducida al griego, la palabra hebrea fue interpretada desde el vocablo griego “metanoia”, que implica más bien un cambio (meta-) de mente (-noia). No se trata de una cuestión meramente intelectual, sino de la transformación de lo profundo del ser humano, de las fuentes de su decisión y sus sentimientos.
El Nuevo Testamento fue escrito en griego, con las claves del Antiguo Testamento griego. Podemos decir, por tanto, que Jesús pide a sus oyentes un cambio de entendimiento, de perspectiva, de comprensión del mundo; él quiere que nos situemos desde la perspectiva de Dios y, desde ahí, juzguemos las cosas y movamos nuestra voluntad.
Comprender esto correctamente nos lleva a entender de una forma más profunda por qué Jesús comienza su primer discurso con las Bienaventuranzas. Los ocho macarismos no son una ley, un mandato, sino esa nueva mente que Jesús trae a los hombres, esa nueva forma de ver las cosas. En el Reino, los primeros son los pobres, los mansos, los perseguidos… Para Dios, felices son los que lloran, los tratados injustamente… Es un mundo al revés.
Como diría el filósofo griego Aristóteles, todos queremos ser felices, pero las diferencias comienzan cuando proponemos el camino para conseguir esta meta. Jesús, ciertamente, ha propuesto el camino más paradójico de la historia, novedoso incluso para sus discípulos después de dos mil años de fe.
Podemos entender que Dios quiere a los pobres, o que ayuda a los que lloran; pero, ¿pensar que ellos son los que han encontrado la felicidad? Ellos son los ciudadanos privilegiados del Reino: esa es la clave de las Bienaventuranzas.
¿Cómo es esto posible? Porque lo dice Jesús con toda la autoridad de Dios y porque esperamos un futuro. El Reino ha comenzado una dinámica nueva, unas relaciones distintas, una jerarquía de valores que ya no es la nuestra.
Convertirse es cambiar nuestras expectativas sobre la vida, reconducir nuestros anhelos, cambiar de modelos, resituar nuestras metas. Convertirse es avanzar hacia el despojo no hacia la posesión. Quizá haga falta mucha fe para aceptar esta nueva forma de ver las cosas y encaminar el mundo.
Manuel Pérez Tendero