Superando viejas diferencias de la historia y la religión, Felipe se atreve a ir a tierra de samaritanos, como su Maestro muy pocos años antes. Allí, siembra la Palabra con osadía: nada sabe de posibles frutos. Pero Dios es buen agricultor y hace crecer con creces nuestras pequeñas semillas. Samaría se abre al Evangelio, llega la fe y llegan los bautismos; pero falta la confirmación de la Iglesia Madre de Jerusalén, falta la plenitud del Espíritu Santo. Para ello, son enviados Pedro y Juan, para imponer las manos y derramar el Espíritu también en Samaría.
De estos dos envíos vive la Iglesia: la Palabra y el Espíritu, el Hijo y la Vida. La fe es escucha y docilidad, respuesta y estilo, verdad y belleza, fruto del Logos y del Pneuma, del Hijo y del Espíritu.
En una perspectiva ecuménica, podríamos decir que los católicos queremos intensificar, escuchando a nuestros hermanos separados, esta doble perspectiva de la fe cristiana.
PROTESTANTES
Nuestros hermanos del norte, separados en el siglo XV, nos insisten en la Palabra, en la Escritura. Tenemos que oír, leer, abrir el corazón, dialogar, responder. San Juan nos dijo que Jesús era el Logos, la Palabra que es necesario acoger. La fe brota de la escucha, nos dice san Pablo. Como Felipe en Samaría, tenemos que seguir sembrando, debemos pronunciar la palabra del Evangelio sin miedos, sin reducirla a nuestros límites y posibles fracasos.
La fe necesita entrar en el lenguaje de Dios, nuestro cristianismo se resiente si le falta palabra. Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo nos decía ya san Jerónimo en los primeros siglos del cristianismo.
No queremos desconocer la Palabra: por eso leemos, acogemos y vivimos sus palabras. Amamos a la Palabra: por eso, como a Jeremías, como a los discípulos de Emaús, también nos arde el corazón cuando nos explican la palabra.
ORTODOXOS
Nuestros hermanos de Oriente, separados en la lejana edad media, nos hablan fuerte del Espíritu. El cristianismo está muerto si se queda sin alma. No somos solo palabra, sino vida y movimiento, unción que recubre todo nuestro comportamiento, belleza que ilumina nuestros cuerpos desde su más íntimo centro.
En Occidente, tal vez, nos hemos centrado tanto en el logos, en la centralidad de Cristo, que hemos olvidado la otra persona, a ese otro Paráclito enviado por el Resucitado.
El Espíritu también existe, también es Dios, también es imprescindible para la fe y para la vida. Él es artífice de la creación, de la encarnación, de la misión, de la resurrección, de Él es Señor y dador de vida.
Como en Samaría, también entre nosotros es necesario el doble milagro de Cristo y el Espíritu para que surja la fe y brote la vida; para que tengamos fondo y forma, contenido y estilo, mente y corazón, esqueleto y belleza.
Necesitamos, por ello, a toda la Iglesia: a Felipe, predicador, y a Juan y Pedro, que confirman la respuesta y nos regalan, desde el corazón de la comunidad, el mayor Don.
El camino del ecumenismo tiene que ver con la recuperación de un cristianismo más verdadero, más completo, más original, más fecundo, más eclesial, más trinitario.
Escuchamos la Palabra y dejamos que nos impongan las manos, el corazón acoge y el cuerpo se estremece: el Evangelio y el Espíritu nos construyen por dentro y van dando forma a nuestro futuro.
Manuel Pérez Tendero