¿Cuánto duró el ministerio público de Jesús de Nazaret? El evangelista san Lucas supone, siguiendo a san Marcos, que fue un año, y lo hace coincidir con el año jubilar judío: la misión de Jesús es el gran año sabático, el año de descanso, el año del perdón, el año de gracia del Señor, el año de la misericordia; con su presencia, el Mesías de Dios le da una cualidad nueva al tiempo y lo convierte en período propicio para reconstruir, para volver a empezar, para sanar. Lo dijo Jesús en su discurso inaugural, en la sinagoga de Nazaret: se ha inaugurado el “Año de gracia del Señor”.
Por otro lado, el mismo evangelista san Lucas marca esa misma intervención de Jesús con otro adverbio cargado de densidad: “Hoy”. Desde el nacimiento hasta la cruz, desde Belén hasta el Calvario, Jesús de Nazaret ofrece el día definitivo para el perdón.
“Hoy os ha nacido un Salvador” les dice el ángel a los pastores. “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” les dice Jesús a sus paisanos en la sinagoga de Nazaret. “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” le dice Jesús a Zaqueo cuando lo visita en Jericó. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” le dice el Crucificado al ladrón que reconoció su pecado.
El “mañana” es otra cosa: la presencia de Dios convierte en presente definitivo nuestro tiempo, lo toca de eternidad y lo impregna de misericordia infinita.
Un año, un día, un “hoy”, un instante de gracia, un tiempo propicio: eso es lo que trae la carne del Hijo cuando pasa a nuestro lado; una oportunidad definitiva, un instante para redimir todo nuestro tiempo.
En esta misma línea del “día de gracia”, el evangelista san Juan presenta a Jesús repetidamente actuando en sábado. En sábado cura al paralítico de la piscina de Betesda, en sábado cura al ciego de nacimiento. “Mientras es de día tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado; cuando llega la noche, nadie puede trabajar”; parece que todo el ministerio de Jesús es como un largo día de trabajo. Con la última cena llega la noche, justo en el instante en que Judas se va: ya es hora de descansar, de cesar los signos para ponerse en manos de Dios, para regresar al Padre.
Jesús es presencia de la luz, es día para nuestro mundo. También lo entendió así el evangelista san Mateo, cuando presenta Jesús como “luz de las naciones” que se hace presente en Galilea para cumplir las profecías de Isaías. Como antaño la ley de Moisés, ahora son las palabras de Jesús las que iluminan el camino del pueblo, incluyendo también a los paganos.
Para san Juan, Jesús es luz no solo con sus palabras, con sus leyes de libertad, con sus exigencias cargadas de misericordia: es luz también con sus signos, con las obras que realiza en nombre de Dios. La curación del ciego de nacimiento es uno de estos signos más claros.
Como el Creador en los inicios del mundo, Jesús toma el barro de la tierra, lo toca con su saliva y unge los ojos del ciego. Dar la vista es como una nueva creación: un mundo nuevo se abre ante nuestros ojos. La curación del ciego interroga a todos, provoca un debate sobre Jesús y el sentido de sus palabras y acciones: ¿Vendrá de Dios? ¿Podrá curarnos a todos? El ciego es signo de tantos otros que se quieren abrir a la presencia de Jesús como enviado de Dios; junto a él es posible ver, es posible la fe, se abre paso la vida.
Otros en cambio, los más expertos en leyes de su época, los menos pecadores, creen no necesitar a este “Hijo del hombre”. No saben ver su ceguera y, por ello, no pueden ser curados. No han sabido ver la obra de Dios en el santo sábado, ese trabajo de Dios que es posible contemplar gracias a nuestro descanso.
Con Jesús las cosas se vuelven del revés: “Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos”.
Camino de la Pascua, abrimos nuestros ojos de par en par para que sean tocados por las manos del Mesías: que veamos con sus ojos, que sus palabras y su amor nos devuelvan a la verdadera luz.
Manuel Pérez Tendero