En la plaza del Divino Salvador del Mundo, en San Salvador, fue beatificado ayer monseñor Romero, el obispo que murió asesinado mientras celebraba la Eucaristía el lunes 24 de marzo de 1980. En el momento del ofertorio, su sangre se mezcló con el vino del cáliz, presentado al Señor para acoger el sacrificio vivo de su Hijo.
El postulador de la causa le ha definido como “el mártir de la Iglesia del Concilio”. El lema de su episcopado era ”sentire cum Ecclesia”, sentir con la Iglesia, estar en comunión con la Iglesia. Y muchos que lo conocieron y lo escucharon insisten en que el objetivo de su vida consistía en un rotundo “primero Dios”.
Puede haber muchas personas y grupos que se quieran apropiar el testimonio de monseñor Romero, pero él fue testigo de Cristo, lo mismo que Cristo fue un mártir de Dios. Su beatificación es una confirmación de este carácter cristocéntrico y eclesial de la entrega de este obispo.
Su sucesor como obispo de la Iglesia de San Salvador, monseñor José Luis Escobar, ha dicho que no se trata solo “de la beatificación de una persona, sino que se trata de beatificar, por así decir, un estilo de vida nueva, un estilo de pastoral nueva”.
Las ideologías nos aprietan la mente y el corazón, nos empujan por fuera y por dentro, pero el creyente sabe volverse a la persona de Jesucristo, a su mensaje y su vida, para encontrar respuesta a los problemas de nuestro mundo. No son los poderosos los que tienen en su mano las llaves del futuro, sino los que saben entregarse a los demás, los que vencen las tentaciones del poder y aprenden a mirar a todos como personas.
La Iglesia quiere aprender de estas personas que, cargadas con sus debilidades, entregan su vida. Monseñor Romero, como tantos otros, ha sido un regalo del Espíritu para nuestra Iglesia, para América y para el mundo entero. Los “dones del Espíritu” se encarnan en personas que han sabido dejarse guiar por el amor y lo dan todo. Su preocupación por los desfavorecidos es auténtica, no retórica, les quita la vida, no les da votos ni méritos.
La Iglesia en todo el mundo celebra hoy Pentecostés. Cada año es Pentecostés, cada día puede llegar el Espíritu a nuestra vida, porque quien lo envía, Cristo, sigue vivo y actuando. El Concilio fue Pentecostés para una Iglesia que debía abrirse a un nuevo ímpetu en la misión. Esta beatificación es Pentecostés, regalo de Dios, fuego del Espíritu para nuestros cansancios, viento recio que empuja nuestra rutina y limpia nuestros egoísmos.
Aprender del otro es uno de los regalos más grandes que Dios concede a sus hijos. Aprender de los que nos llevan la delantera, aunque no siempre hayan recorrido nuestros mismos pasos en el camino.
Pentecostés es fruto de la Pascua de Jesús. La entrega creyente de monseñor Romero fue también fruto de la Pascua de Jesús y el Espíritu la hizo posible. Quiera Dios que esta beatificación también tenga frutos desde la Pascua del Testigo fiel: él nos sigue amando y sigue siendo pastor de nuestras vidas a pesar de tantas contradicciones.
Hoy es fiesta para El Salvador, semilla de esperanza para seguir resolviendo sus problemas de paz y justicia. Es fiesta para toda la Iglesia, para cada uno de sus miembros, porque Dios nos invita a vivir el Evangelio, a vivir el Concilio, a ofrecernos en el ofertorio, a amar a aquellos que Él ama, a predicar con sencillez el Reino y poner en primer término a quienes el mundo margina.
Es fiesta también para el mundo, si quiere escuchar. Personas como monseñor Romero dignifican nuestra condición humana y nos ofrecen caminos para solucionar nuestros problemas y abrir el futuro entre las nieblas de la injusticia, la violencia o el poder que nos tienta.
No todo es preocupación: hay también vida y esperanza brotando en medio de nuestras contradicciones cotidianas.
Manuel Pérez Tendero