Las parábolas de Jesús no son solamente enseñanzas morales para sus oyentes: son también una interpretación de las paradojas de su misión; no son principalmente ideas que quiere transmitir, sino una ayuda para compartir y comprender el misterio de la tarea que Dios le ha encomendado.
La parábola del sembrador nos habla de Jesús mismo, de sus esfuerzos de predicación en los territorios de Galilea en el siglo primero. Él ha venido a predicar el Reino, a invitar a todos a entrar en un nuevo mundo de relaciones; ha pedido la conversión, el cambio de rumbo, para entrar en el mirar de Dios y en su forma de actuar en la historia.
Pero los resultados de esa misión no fueron lo rápidos y eficaces que hoy podríamos pensar. Jesús de Nazaret, el mejor maestro de la historia de la humanidad, el Hijo de Dios, no consiguió frutos en la mayoría de sus oyentes. Según la parábola del sembrador, podríamos decir que, como mucho, una cuarta parte de la masa que lo escuchaba entusiasmada comprendió un poco sus palabras y dio fruto en sus vidas de la siembra del Maestro.
Jesús, el hombre de Dios, el Dios hecho hombre, tiene que comprender también los caminos de la libertad humana y los caminos del actuar de Dios. Él tiene que hacer comprender a sus discípulos las paradojas de la misión. No dar fruto inmediato no es fracasar; no dar fruto total no es fracasar. Esta es la dinámica del Reino, son las formas de Dios, es el camino del hombre.
La mentalidad empresarial y capitalista de nuestra sociedad nos hace perder este horizonte de humildad y respeto por las cosas humanas. Los programas de televisión funcionan solo en diálogo con su eficacia en la audiencia. Lo mismo hacen los bancos y la mayoría de las empresas. A menudo, esta mentalidad también se introduce en los hombres y mujeres de Iglesia.
Cuando algo no funciona, se cambia, sin tiempo para reflexionar, para buscar causas y atisbar consecuencias, para crecer como personas en aquello que realizamos. A menudo, la semilla es tan importante que debe ser sembrada aunque la tierra no esté preparada para dar fruto, o no quiera acoger su fecundidad.
Quien vive la misión en diálogo solo con los destinatarios sufrirá mucho y estará buscando siempre la clave en las formas y los medios. Quien vive la misión, ante todo, como diálogo con el que envía, aprenderá otras claves y se asomará a nuevos horizontes más allá de los frutos que él domina.
El fracaso es parte de la misión porque, en definitiva, uno se siembra a sí mismo al sembrar la palabra. Lo entendió muy bien san Pablo, que se lo dice a los cristianos de Tesalónica. Lo entendió, ante todo, Jesús, que empezó hablando de la semilla de la palabra que él traía y acabó hablando de sí mismo como grano de trigo que ha de ser sembrado en la tierra para dar fruto.
La tierra merece la abundancia y el derroche de la semilla. Dios ama todos los tipos de tierra y necesita sembradores que sigan sembrando allá donde, hasta ahora, no ha habido frutos.
Volveremos a leer la parábola del sembrador, no como un mensaje aislado que nos enseña ideas o normas, sino como una invitación a comprender el obrar de Jesús, su camino profundamente humano; como una invitación a comprender también nuestro propio obrar en estos campos presentes de nuestra sociedad. Hay oyentes-camino que no quieren escuchar. Hay oyentes-pedregales que se apuntan a todo pero no tienen perseverancia. Hay oyentes-zarzales que tienen muchos valores y hondura, pero están agobiados por otros menesteres. Hay oyentes-tierra buena que harán fructificar la semilla. Hay, sobre todo, oyentes que se han convertido en sembradores y disfrutan, no tanto por los frutos, sino por la compañía del Sembrador.
Manuel Pérez Tendero