Los orígenes el mundo y la humanidad son narrados en los textos bíblicos de dos maneras diferentes, complementarias entre sí. Para el autor llamado “sacerdotal”, el mundo ha salido del caos, del océano primordial, como ordenamiento y separación que impiden que las aguas lo llenen todo. Para el autor llamado “yahvista”, en el origen no está el agua-caos, sino el desierto y la falta de vida. La creación consiste en un trabajo conjunto de Dios y del hombre para que brote la vida de una tierra seca.
El peligro de la historia, para el relato sacerdotal, es la vuelta al caos, la falta de separación que todo lo confunde. Por el contrario, para el yahvista, el peligro está en la ausencia de agua, en la infecundidad del suelo que hace imposible la vida.
Para este segundo autor, por tanto, el desierto existe “porque Yahvé Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo”.
Estos relatos no pretenden, ante todo, ofrecer una crónica de lo que fue físicamente la tierra en sus orígenes, sino interpretar la historia y la vida humana desde sus causas. Buscar el origen, para un hebreo, es como buscar la raíz –el arjé– para un griego. Mirar hacia atrás es mirar por dentro, ahondar en las claves de aquello que se vive.
El desierto vital, por tanto, es fruto de dos vacíos: la falta de trabajo del hombre y la ausencia de lluvia divina. ¿No son, de alguna manera, dos cuestiones que estamos viviendo también en nuestra sociedad actual? ¿No han sido dos constantes en la historia de la humanidad? El autor bíblico ha sabido, como muy pocos, ir a la raíz de lo que sucede en la sociedad humana.
Una sociedad en la que el trabajo está supeditado al dinero, en que el hombre está al servicio de la producción, en que la vida está supeditada al bienestar, es una sociedad cuya perspectiva es el desierto, tarde o temprano.
Una sociedad en que se quiere expulsar a Dios de lo cotidiano, en la que el hombre cree no necesitar nada más allá de sí mismo, en la que no se mira al misterio ni se quiere ver la importancia de la trascendencia, de una vida que nos precede; es una sociedad abocada al desierto, antes o después.
Un profeta, en el difícil siglo VI, cuando el pueblo de Israel estaba acabado, infecundo, cuando estaba experimentando el desierto a que le había conducido su pecado, un profeta anónimo se atrevió a levantar su voz en Babilonia, desde el desierto, para anunciar tiempos nuevos de esperanza, porque Dios iba a actuar y necesitaba hombres que trabajaran el camino de su llegada, como en los orígenes de la humanidad. Dios llegando con su lluvia que fecunda, y el hombre trabajando la tierra, para que pudiera acoger la lluvia que lo hace germinar.
Este grito del profeta quedó escrito para siempre y, de esta manera, no solo iluminó a sus contemporáneos, sino que se convirtió en clave de futuro para las generaciones posteriores.
En la época del dominio romano de Israel, algunos fieles israelitas utilizaron las palabras del profeta para interpretar su propio momento: se fueron al desierto, cerca del mar Muerto, porque veían llegar una etapa nueva de lluvia divina sobre la historia. Fueron los esenios de Qumrán, que hoy conocemos por las excavaciones recientes.
Otro personaje, muy cerca de allí, unos años después, también utilizó el texto del profeta para su propia misión; también anunció en el desierto la esperanza, el trabajo, la conversión, la preparación de la tierra y de la vida para la llegada de Dios. A este personaje lo conocíamos ya por los textos: es Juan Bautista, el precursor.
La creación y la historia están llamadas a seguir siendo fecundas, superando el desierto. Para ello, necesitamos el trabajo y la lluvia, hace falta que el hombre y Dios cooperen para hacer posible la vida.
En el desierto de nuestra crisis necesitamos una voz firme que grite a los corazones de todos: preparad el camino, porque está llegando, de nuevo, la lluvia; porque el Dios de los profetas no se resigna al desierto y quiere seguir necesitando de nuestro trabajo para convertir en paraíso habitable y bello nuestro mundo.
Manuel Pérez Tendero