La memoria, a menudo, duele.
La muerte es una experiencia humana universal. No es un dato cultural ni depende de nuestra libertad su existencia: nos es dada, en los demás y en nuestros propios cuerpos.
Sí depende de nuestra libertad y va creando cultura la forma de afrontar la muerte, de luchar contra ella y de acogerla cuando llega. Afrontar la muerte es una de las asignaturas más importantes de la educación de una persona, para que pueda gestionar su vida con libertad y esperanza.
En nuestra tradición cultural y religiosa, esta educación se daba, fundamentalmente, en la familia. El ritual de comienzos de noviembre, con la visita a los cementerios para limpiar las lápidas, colocar flores y rezar por los difuntos, es una de las claves de esa educación familiar ante la realidad de la muerte.
Otra forma de afrontar esta realidad, que creará cultura a la larga, es dejar que sea la escuela quien eduque en esta dimensión, y que lo haga desde el miedo convertido en carnaval. La relación con la muerte que brota de esta nueva manera de comenzar el mes de noviembre es diferente a la que nos enseñaron a nosotros. También, la relación con nuestros difuntos, con las personas que amamos y, por ello, nos duele recordar. Y también será distinta la manera de afrontar la vida que esta nueva forma de carnaval adelantado va creando en nuestro modo de ver el mundo. Construimos nuestras vidas, nuestra sociedad y nuestra cultura desde las opciones que vamos tomando, desde los ritos que compartimos con aquellos que compartimos la vida.
La memoria, a menudo, duele. Pero, ¿es educativo el dolor? ¿Habrá que vaciar la memoria –como si limpiáramos un ordenador– para que no sufra el corazón? Junto a la eliminación del deseo, que Buda nos recomendó para no sufrir, ¿habremos de eliminar también el recuerdo? ¿Cuál será la mejor forma de hacerlo, el nirvana o el carnaval, la meditación o la charanga?
¿Olvidar es la única forma de redimir el pasado?
No es esta exactamente la cultura que hemos heredado de nuestros antepasados. Pero, tal vez, sí sea la cultura que estamos construyendo para nuestros descendientes.
Limpiar la tumba es un signo de nuestra veneración por el cuerpo de quienes hemos amado. Seguir cuidando sus cuerpos… ¡si fuera posible!
Colocar flores es un signo de memoria luminosa, de amor que vive, sobreviviendo a la muerte. Es un signo de belleza que se resiste a ser vencida por la descomposición de la materia.
Rezar es un signo eficaz de que no estamos solos ante la vida y su final, de que los difuntos no habitan en soledad las tinieblas de la muerte. Gracias a la oración, la limpieza y las flores adquieren toda su verdad: hay esperanza para los cuerpos, hay luz para las almas, porque hay un amor más grande que el nuestro, que tiene capacidad para devolver la vida. Hay una memoria inmensamente más grande que la nuestra, para quien recordar es recrear.
La fe es la clave de los ritos con que comienza el mes de noviembre.
Nuestros padres nos han enseñado a educar nuestra vida mirando al pasado con amor y mirando al futuro con esperanza. En la festividad de todos los santos hacemos memoria de lo que seremos, que no es corrupción bajo el mármol, sino belleza ante Dios.
Quizá lleven cierta razón los que convierte la muerte en carnaval: si no hay futuro, ¿cómo soportar el pasado y su dolor? La esperanza es lo que nos distingue: en los ritos y en la vida.
Manuel Pérez Tendero