Os dejamos tres artículos de Domingos anteriores, con el fin de hacer «memoria» de este Adviento y recapitular cómo llevamos nuestra preparación para la llegada del nacimiento de Jesús. 🙂
“Escribir es una forma de protesta contra el malestar del mundo” (Ana María Matute). ¿Para qué sirve el lenguaje? ¿Por qué hablamos? ¿Para qué escribe el poeta? ¿Es la literatura un refugio frente a la vaciedad de la vida?
¿Escribir es un esfuerzo por expresar lo que no sabemos expresar en la vida diaria, para contar todas esas cosas que quedan por decir? A menudo, el escritor es un tipo más bien tímido, con mucho interior e insuficiente vida exterior. El lenguaje es compañero de vida y, ante todo, puerta abierta hacia otros mundos. ¿Escribimos para escapar de la realidad o, mejor –como diría Vargas Llosa–, para enriquecernos con la realidad de la ficción, con el mundo del lenguaje?
¿No será que escribimos para buscar la realidad más verdadera, que intuimos a penas en el trasunto de las cosas que forman nuestro mundo?
Para el pensador personalista Theodor Haecker en la expresión se funda la estructura el ser, la del lenguaje y la del conocimiento. Este escritor nato fue un fiel buscador de la verdad a través de la escritura.
Escribimos para pensar, para exorcizar el sufrimiento y poner luz allá donde habita el espíritu. Buscamos dialogar con la palabra para aprender sus caminos, dejar que el lenguaje recorra aquello que sentimos para que le dé forma y nos construya, pronunciado.
La palabra es una puerta abierta a nuestro interior para invitarnos a transitar por los caminos más sublimes del misterio y poder hacerlo nuestro al expresarlo. No solo hablamos porque conocemos: hablamos para conocer. No solo hablamos porque pensamos: hablamos para pensar. La palabra es, por ello, ensayo humilde, abierto a futuras palabras. Hablamos para seguir escuchando.
Decir la vida es paz y despeja el futuro; pero, ¿a quién se la habremos de decir? La palabra no es solo búsqueda de la verdad objetiva, sino expresión de un sujeto y llamada al otro. Lo que decimos es confidencia que brota de nuestra intuición más radical: el amor es la clave de la vida.
¿No queremos todos ser escuchados? La palabra es búsqueda conjunta de la verdad, invitación a una comunión profunda con futuro. Pero, al hablar, ¿queremos, ante todo, respuestas? Es lo que, al parecer, deseaba el santo Job cuando expresaba con dramatismo su sufrimiento. ¿O, más bien –como el verdadero Job bíblico–, queremos cantar a Aquel que nos dio el ser y moldeó nuestra garganta y nuestro espíritu? Hablar es ensayar la alabanza final. La filosofía tiene pretensión de liturgia.
La verdad, la caridad y la alabanza son la clave de la filosofía. “Metafísica de la misericordia”. La filosofía de poco sirve si no nos enseña los caminos de la compasión. ¿De qué nos sirve pensar si no nos ayuda a amar? Pensar es el camino hacia un amor más profundo. El misterio es una categoría filosófica clave (Marcel, Wust). Lo profundo desea manifestarse. En nuestra vida, como en los icebergs que viajan por las aguas frías, hay mucho más debajo del agua que aquello que vemos sobre la superficie del mar. Es la clave de nuestros ojos, de nuestro cuerpo, de nuestro lenguaje: estamos rodados de trascendencia.
Recuerdo a Kepler, a Newton y a tantos otros a la hora de hacer ciencia: buscaban a Dios en el orden de las cosas; o, mejor, buscaban alabarlo cumpliendo fielmente la tarea que nos regaló de transformar el mundo para construirnos a nosotros mismos.
El primer relato de la creación en la Biblia, la primera explicación del mundo (Gn 1), es esto mismo: himno de alabanza a la belleza de la creación, respuesta a la palabra creadora, acogida del mensaje de Dios en el alma de las cosas; expresión de alabanza ante tanta grandeza que no nos cabe en el alma y, por eso, se nos sale y se hace lenguaje.
La palabra es un milagro regalado al hombre para poder acoger el amor y la libertad del otro; para poder expresar nuestro propio misterio que es más grande que nosotros mismos. El lenguaje es búsqueda de lo real y deseo de entrar en comunión; es trascendencia acogida y expresada. Y es, a la vez, alegría que se hace carne en la palabra, agradecimiento y sonrisa del corazón a esa trascendencia que ha venido a nuestro encuentro.
La palabra es comunión y alabanza, alegría en el otro; rostro sin cuerpo que nos llena el alma.»
Manuel Pérez Tendero