Creo que Tomás, el protagonista de este domingo, podría ser el patrono de nuestra religiosidad en esta pandemia que estamos sufriendo.
Tomás ha pasado por ser el símbolo del no creyente, o de aquel que necesita evidencias para creer. Algo de esto hay en el texto de san Juan; pero hay algo más: Tomás es también el creyente que confiesa con más hondura la fe en Jesucristo: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Su necesidad de “tocar” nos recuerda la escena anterior de María Magdalena, que quiso “retener” a Jesús, pero el Resucitado no se lo permitió. Por otro lado, en la carta de san Juan, de la misma tradición que el cuarto evangelio, nos habla en sus comienzos de la importancia de la experiencia de Jesús que los apóstoles tuvieron: habla de oír, ver y palpar. Los oídos, como en el Antiguo Testamento, son fundamentales para la fe, que es acogida de la Palabra de Dios; pero esa Palabra se ha hecho carne y, por ello, ahora son también importantes los ojos y el tacto: la Palabra se puede ver y tocar.
De esta forma, se subrayan dos cosas: la realidad de la encarnación y la importancia de todo lo corporal en la vida espiritual.
Una de las más antiguas herejías el cristianismo fue el docetismo: la humanidad de Dios sería solo aparente, porque Dios no se puede manchar con la materia… Es una herejía propia del pensamiento griego, del fondo indoeuropeo de nuestro cerebro. Pero esto no es cierto: los textos del Nuevo Testamento insisten en la verdad de la carne de Dios y, por ello, en la verdad de la virginidad de su madre.
También se subraya este realismo en el misterio de la resurrección: se pueden ver las heridas de Jesús, él come con los suyos, es “de carne y hueso”. La encarnación no es un mito, la resurrección no es una ilusión; Jesús no es un fantasma.
Por otro lado, Dios nos ofrece un mensaje claro con la verdad de la carne de su Hijo: nuestra materia es importante, no hemos de despreciarla como hacen los gnosticismos de todos los tiempos. Cristo ha venido a redimir nuestra materia, a resucitar nuestros cuerpos, a llenar de su luz nuestra carne.
El “culto espiritual” que san Pablo pide a los creyentes tiene como objeto nuestros propios cuerpos: ¡hermosa paradoja que toca el corazón del cristianismo! La comunión más espiritual que se puede hacer es comer realmente el sacramento de la eucaristía. Espiritual no es, ante todo, sinónimo de simbólico: tiene que ver más bien con lo personal, con lo humano y su materia.
El sacrificio de Jesús fue espiritual, no porque se ofreció simbólicamente, sino porque, a diferencia del culto antiguo que ofrecía animales, se ofreció a sí mismo, murió él mismo. Su ofrenda “espiritual” no fue menos física que el culto antiguo.
Por eso Tomás, el que quería tocar al Resucitado, es buen candidato para ser patrono de una religiosidad en pandemia y en lo que vendrá después. El amor tiene que ver con la materia, la religión tiene que ver con la carne, es presencia. Sin presencia física no hay cristianismo.
Por eso, la eucaristía presencial no se puede sustituir por nada. Cuando alguien no puede acudir a misa, es bueno que la vea por televisión, que rece los textos en casa… Pero todo eso es una excepción, una situación de paréntesis.
Nos estamos acostumbrando al trabajo on line, y seguramente vendrán muchos bienes de ello; pero no puede existir una comunión on line, ni una confesión on line.
Dios es, ante todo, real y, además, ha querido hacerse carne para tocar con su Realidad nuestra frágil condición. Este es el misterio del cristianismo y de la resurrección. El amor es presencia, el amor busca oír, ver y acariciar; la religión necesita comer.
Estábamos empezando a vivir de forma virtual y, con la pandemia, se ha acelerado esta dimensión con la falta de presencialidad. Pero el amor y la religión necesitan la presencia: presencia del hermano, presencia del Resucitado. Seguiremos pisando las iglesias, dando la paz a los hermanos y comiendo el pan con nuestros cuerpos. Y, algún día, estos cuerpos caminarán plenos por la eternidad.
Manuel Pérez Tendero